Monday, 17 May 2021

 Vril Ya::: El poder oculto


Por una ruta oscura y solitaria,Acechada sólo por ángeles enfermos,Donde un Eidolon, llamado Noche,En un negro trono reina erguido,He llegado a estas tierras pero recientementeDesde una oscura Thule última -Desde un extraño y salvaje clima, que yace, sublime,

Fuera del espacio - fuera del tiempo


I

Helmut se asomó al borde del acantilado de su izquierda. Admiró el enorme río Amirtha Gangai serpenteando a través de las Llanuras Amarillas. Pocas veces, durante su viaje, había tenido la oportunidad de admirar algo más que el monótono horizonte plano de la extensa llanura;. ahora no podía dejar de mirar por encima de la extensa franja plateada que discurría entre las paredes del profundo barranco a su izquierda, siempre a su izquierda, al oeste. Helmut y sus dos compañeros cabalgaban junto al río en dirección al sur. Vistos desde lejos, no eran más que tres viajeros encapuchados que se dirigían al galope desde el norte y, en opinión de Helmut, no lo suficientemente rápido. Un observador más agudo podría fijarse sorprendentemente en el estado de los caballos: parecían estar a punto de desfallecer; dicho observador también podría preguntarse por el estado andrajoso y andrajoso de las capas y los trajes de los viajeros; por el estado tambaleante de su postura encima de sus corceles que contrastaba con el severo esfuerzo que parecían imbuir en sus riendas para extraer aún más velocidad de las bestias. Y un observador aún más perspicaz podría fruncir el ceño ante el castigo al que estaban sometidos los caballos cuando no había persecución alguna.

Helmut sintió el agotamiento de su caballo y levantó la cabeza para mirar hacia adelante. Los otros dos caballos resoplaban y soplaban por la boca y la nariz. No se vislumbraba ningún peligro, aunque el cansancio les estaba haciendo caer bajo el galope forzado de su jinete sobre la hierba amarilla. Delante de los jinetes, el sendero que seguían empezó a desviarse de los acantilados a su izquierda, y comenzó a elevarse lentamente, conduciendo a una amplia y alta loma, situada a la vista del río por el que discurría el ancho río. Algunas noches antes, poco antes del horror del bosque, los tres compañeros habían discutido si la colina tenía alguna importancia y decidieron hacer de ella un primer lugar de exploración. Por alguna razón desconocida, era un importante lugar de poder, según un mapa que habían robado a la orden de Ix.

Así que los jinetes se apoyaron más en sus caballos al ver la elevación, empujando a los animales más allá de su esfuerzo; de sus bocas salía espuma y fuertes resoplidos. Pero los caballos aguantaron y no vacilaron, sino que aumentaron la velocidad. No hubo necesidad de revisar sus mapas de nuevo, ya que la colina era el único rasgo elevado de las Llanuras Amarillas.

Sólo habían descansado los animales un par de veces durante su viaje, recordó Helmut mientras se acercaban a la colina; una de esas veces había sido en medio del bosque, justo en la frontera sur del imperio, antes de que las Llanuras Amarillas se extendieran para darles la bienvenida. Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Helmut, mientras hacía lo posible por no recordar los horrores del Bosque; había intentado persuadir a sus compañeros de que no se adentraran en Lavondiss, pero fue en vano. Aquellas dos muchachas incluso ignoraron su recuerdo de todo el espectro de fes y creencias de las diferentes regiones de Turania, todas las cuales consideraban que el bosque de Lavondiss era strega lamia, o que estaba maldito... maldito. Más tarde, los tres se habían unido al espectro de fes y creencias que consideraban a Lavondiss como strega lamia.

Helmut sintió la creciente presión en su interior, la sensación de urgencia, mientras comenzaba a cabalgar hacia la colina. El bosque había quedado atrás, era inútil pensar en él ahora; la posada donde hicieron su primera parada también había quedado atrás. Esa urgencia que llevaba dentro le exigía extraer la máxima velocidad de su caballo. Helmut espoleó a su montura mientras agitaba las riendas y gritaba con impaciencia a sus compañeros, pidiéndoles que hicieran lo mismo. La cima de la colina se acercaba rápidamente.

II

II

El viaje había comenzado unos días antes; al atardecer de algún día aparentemente lejano ahora, algún día alejado de su existencia, de su realidad. Los jinetes se abrieron paso atronadoramente a través de comunidades, granjas y aldeas, hasta que pasaron a toda velocidad por delante de los últimos asentamientos prósperos y más civilizados; pasaron como sombras púrpuras en la noche. Atrajeron las miradas y la atención de algunas de las personas menos respetables de los pueblos y aldeas que se encontraban en el aire nocturno. Algunas de esas miradas eran más temibles que amenazantes, pues era conocido el férreo control de la mano con que las fuerzas imperiales turanas imponían la luz del Imperio. No era un lugar común contemplar a tres jinetes encapuchados con el escudo imperial de color púrpura y oro, sin ni siquiera detenerse a comprar cerveza, mujeres o alojamiento, que los soldados solían arrebatar a la gente del pueblo sin pagar por ellos, por supuesto.

Helmut frunció el ceño ante estos soldados imperiales, la mayor parte del grueso del ejército se comportaba así; porque daban por sentado que el único pago que los soldados debían dar a los civiles era la protección e imposición de la ley y el orden imperiales para proteger el último bastión de la civilización contra las mareas de locura que se avecinaban desde los otros reinos. Aun así, las tropas imperiales eran respetadas y algunos podrían decir que incluso amadas. A los servidores del Emperador no se les niega nada, pues él es, por convicción propia, servidor también de sus vasallos. Helmut creía y admiraba al Emperador por esa convicción; lo amaba desde lo más profundo de su alma.

Los jinetes habían hecho su primera parada al ver salir el sol en el que sería su segundo día de viaje bajo un cielo gris y sombrío. Hicieron que sus caballos se detuvieran cerca de una posada que divisaron junto a la carretera imperial principal. En ese momento, Helmut aún se mostraba reacio a aceptar a sus dos compañeros asignados como para compartir mesa con ellos; por lo que entró en la posada más a disgusto, y dispuesto a esconderse en una mesa junto a algún rincón oscuro. El edificio tenía tres pisos; su fachada era de madera pintada de rojo; y tenía un pequeño establo anexo en el que Helmut pudo ver un pasillo que conectaba las dos estructuras. El interior, por supuesto, era un basurero. Apestaba a cerveza y sudor, el suelo estaba cubierto de serrín y virutas de madera, un truco barato para ahorrar tiempo de limpieza de todo tipo de líquidos. El lugar no se parecía en nada a las posadas de la ciudad de Turania, con sus suelos de mármol pulido y los adornos perfumados de las mesas.

El tiempo en la posada había transcurrido sin incidentes. Aparte de un par de borrachos del lugar y de un pequeño y curioso anciano que lanzaba interminables preguntas a los jinetes, no había habido problemas. Había sido un muy buen primer paso. Se alimentaron con monedas imperiales, ya que su propia paga de soldado apenas les habría permitido comprar una sopa de guisantes y una jarra de cerveza de cebada para los tres. En su viaje, Helmut ya había observado con disgusto cómo estos comerciantes y vendedores de bienes sobrevaloraban sus mercancías; cuanto más lejos estaban de la capital, más caras se ponían las cosas en las tierras donde el puño del imperio no tenía un buen agarre, donde su luz no difuminaba la oscuridad. Helmut tendría que informar de ello, y tendría que asegurarse de enviar una guarnición armada que escoltara a un contable imperial para que se instalara en esas tierras. Por supuesto, primero tenía que volver vivo a la capital.

En la posada, sus compañeros habían pedido un jamón al vapor y el vino de la casa; todo ello acompañado de aceitunas negras, queso seco y pan recién horneado. Todo lo cual devoraron como verdaderos orcos; una de ellas en particular parecía tener un apetito feroz: la pequeña Krista; tenía un hambre tal que hacía sonreír a Helmut al ver sus pequeñas y redondas mejillas hincharse con cada bocado, y sus diminutas orejas puntiagudas subir y bajar con cada mordisco. Helmut supuso que en ese momento le había empezado a gustar "la enana", como había empezado a llamarla; a pesar de que de vez en cuando hacía berrinches furiosos porque no era una humana enana, sino una gnoma. Uno muy irritable además, había pensado Helmut, no sólo en una ocasión.

Helmut tenía la esperanza de que Krista Greenmoss mereciera todo el respeto que parecía inspirar a los soldados imperiales; todos le hablaban con el tono más honorable que Helmut había oído incluso entre los gruñones. Sin embargo, le resultaba difícil de creer. Había visto cómo, incluso en la torre de la orden de Ix, los iniciados en la traditione streghana la miraban con admiración. Pero, por otro lado, aún tenía fresco el recuerdo de cómo un capitán maestro de armas sonreía con burla y desdén en los ojos cuando su pequeña figura de no más de metro y medio de altura se anunciaba como una de las compañeras de Helmut. Entonces se sintió engañado; ¿cómo se suponía que iba a entrar en la sangre, el acero y la oscuridad y volver ileso, portando una luz para rechazar todas las demás luces del mundo si esa pequeña rata estaba colgada de su capa todo el tiempo? ¿No podían haber elegido al menos a alguien con la estatura de un humanoide adulto? Resultó que la enana estaba bien; y durante su primera comida juntos en la posada, viéndola engullir enormes trozos de jamón al vapor, Helmut se sintió afín a ella, aunque en cierto modo sabía que cuando veía algo más de lo que veía; daba la impresión de saber más de esta búsqueda infernal de lo que dejaba traslucir.

Así que, en lugar de cervecear y humear en desconfianza, Helmut había intentado distraerse matando una gran cantidad de moscas, aunque no una parte de cuántas inundaban el lugar; al mismo tiempo que comía grandes bocados de jamón, queso y pan, ahogándolos con agua de arroz. Cerveza no; nunca se permitiría tales indulgencias. No podía. El riesgo de perder la cabeza por la herencia en su sangre siempre había estado demasiado cerca, y sería una locura añadir sustancias embriagantes a la mezcla. Mientras comía, un anciano se le acercó. Al principio, Helmut desestimó las preguntas del anciano, e incluso había intentado disuadirle de que siguiera indagando.

El anciano parecía muy interesado en saber por qué los viajeros visitaban la vieja posada del camino imperial tan al sur de la capital, donde estaba la acción. Había oído los rumores de rebelión y de invasión de fronteras de los otros siete reinos y en el sur no ocurría nada de interés; entonces, ¿por qué estaban allí? seguía preguntando el anciano. Helmut, con paciencia y sin usar el oficio, había intentado por todos los medios inculcarle que no se trataba de una visita por ningún asunto de las pequeñas comunidades cercanas; le había dicho una y otra vez que simplemente estaban refrescando y haciendo que los caballos se frotaran y descansaran. el anciano no estaba satisfecho. Entre un sinfín de preguntas había intentado convencer a Helmut de que tomara a su nieto como escudero. "Es un muchacho testarudo, pero fuerte y capaz", había dicho demasiadas veces, así que Helmut había evaluado al muchacho. Era un chiquillo de unas quince primaveras, que aparentemente no tenía nada interesante que mirar, salvo el interior de la túnica del viejo, que no soltó en todo el tiempo. El abuelo insistió mucho en llevar a su chaval a instruirse como soldado imperial, pues al parecer, el hombre se había dado cuenta hábilmente de los colores que llevaban los compañeros, aunque habían tratado de ocultarlos bajo las túnicas de viaje de colores manchados.

Sólo cuando el anciano se pasó de la raya y tiró de la túnica de Helmut fue cuando finalmente se calmó; había visto lo que había bajo la capucha, pues ésta se deslizaba hasta la mitad de su cuello y revelaba sus rasgos, sus colmillos, el tono grisáceo de su piel y su media sangre, imposible de ocultar a simple vista. Aquellos penetrantes ojos pequeños y negros que parecían atravesar con un brillo agudo, aquella enorme masa corporal, el cuello y los brazos musculosos; sólo hablaban de una cosa, una cosa que caminaba siempre de la mano de espadas curvadas por cimitarras y horrores contados pueblo tras pueblo: los orcos.

En ese momento, Helmut había visto al anciano pasar un trago amargo, mirarle fijamente durante un segundo, darse la vuelta y salir del establecimiento sin mirar atrás. Sin embargo, el chico volvió a mirar. Tal vez eso debería haber sido una señal de advertencia; una que Helmut ignoró. Sonrió con amargura y cansancio, luego miró a sus compañeros, no se habían enterado de nada. "Esto es mejor", pensó el semiorco. Es mejor temer al gran monstruo malo, evitarlo y sólo mirarlo indirectamente. Helmut prefería la soledad, la capucha sobre los ojos; esconderse y ser escondido, olvidar su sangre una ascendencia; la mezcla que le había condenado a luchar el doble que cualquier otro ser. Ser medio humano le exigía ser más que cualquier humano; y ser medio orco le exigía ser mejor que cualquier orco; pero nunca pertenecer realmente a ninguna de las dos razas, siempre rechazado por ambas herencias.

La orden imperial de ix había sido su única escapatoria del desierto sin hogar; un escape de vagar por las tierras salvajes, durmiendo sobre la fría piedra junto a fuegos que no dan calor. Aunque ese día en concreto en la posada, su herencia le había permitido seguir espantando moscas y llenándose la boca de jamón y queso, sin que ningún otro curioso le molestara a él o a las dos chicas con las que estaba.

Un poco después de la salida del sol, se habían asegurado de que los caballos estuvieran bien descansados, fregados, engrasados y frotados; una vez hecho esto, se marcharon, sin más ruido que el de la bobina de oro que tintineaba en las manos del mozo de cuadra. Sólo el galope y la respiración de sus caballos se oía en el camino cuando se dirigían hacia el sur.

III

El sonido de los relinchos de los caballos le devolvió al camino que ascendía y a la loma que se acercaba. La hendidura a su izquierda quedó atrás, ocultando entre sus muros de piedra el extenuante Amirtha Gangai. Helmut dio un repentino tirón de las riendas de su caballo justo a tiempo para evitar una roca cuyo tamaño no sólo habría roto las patas de su caballo, sino que le habría hecho caer sobre la hierba de los yellos. Se maldijo a sí mismo por su estúpida distracción. Espoleó a su montura con renovadas fuerzas y siguió cabalgando.

La mañana era brillante y el cielo estaba despejado. El terror nocturno y la media luz antes de que amanezca de verdad habían quedado atrás. Un pálido sol bañaba el paisaje con una pálida coloración amarillenta, luz estéril como estériles son las esperanzas de quienes habitan fuera de la luz del imperiuum, la verdadera y única luz que queda en el mundo. El cargo que estos tres jinetes llevaban en sus propias almas era ob la esencia absoluta para la supervivencia de esa luz; el propio Emperador había firmado las misivas que les fueron entregadas en pergamino sellado. Helmut había estado tan lleno de lo que consideraba un orgullo inmerecido, un orgullo de caridad en verdad, pues ¿qué había hecho él por el imperio para merecer tal honor? Él arreglaría eso, se aseguraría de merecer cada tinta que El Emperador usara sobre él. Así que apretó los dientes y tomó su decisión: los caballos deben aguantar; por la luz, por la paz y el orden que trae el imperio. Por el orden de Ix, debían aguantar.

Subieron al galope por la loma y se encontraron con un enorme peñasco que coronaba la elevación, como el banderín de algún viejo gigante verde, cuya cabeza era visible entre la hierba amarilla de las llanuras. Redujeron la velocidad de sus caballos hasta casi detenerlos dirigiéndolos detrás del peñasco y se detuvieron por completo una vez allí. Helmut miró a su alrededor. La colina era muy alta, un excelente mirador sobre las praderas de los alrededores. Respiró.

En el horizonte, le pareció ver la línea plateada que era el Amirtha Gangai brillando bajo el sol. El mítico río se curvaba en la distancia, desde su izquierda hasta el sur, frente a él, y mientras admiraba el poderío del río, oyó el silbido de un pájaro. Un extraño pero familiar silbido de pájaro. Giró la cabeza para observar a Ilum, su otra compañera de viaje. No había emitido ningún sonido ni comentario desde el horror del bosque. Volvió a silbar el extraño canto de pájaro mientras levantaba una mano cubierta por un guante hacia el sur, cuesta abajo. Helmut siguió el gesto de su compañera y se quedó sorprendido por lo que vio. Al pie de la superficie inclinada de la colina, surgía una arboleda muy espesa; los árboles estaban dispuestos de forma circular en una hondonada al pie de la colina. La frondosidad y el verdor de la arboleda parecían fuera de lugar entre el color amarillento de las llanuras de hierba. Había olmos mordidos, verdes y sanos, con troncos de cubo cubiertos de una nudosa corteza gris.

La arboleda parecía cubrir la entrada de una cueva en la ladera de la colina. Helmut sintió que su espíritu se elevaba porque, posiblemente y con el Dios Enkil a su lado, la misiva del Emperador podría comenzar allí, en y entre aquellos gruesos árboles que se alzaban de forma tan obviamente antinatural. Esta aparente obviedad hizo que las esperanzas de Helmut se hundieran de nuevo. ¿Qué podía haber allí entre los árboles cuando su ubicación era tan evidente para todos que si hubiera una ruina o una cueva, su contenido no estaría ya saqueado?

Helmut oyó una risa descuidada a su lado que le sacó de sus pensamientos. Se volvió hacia su izquierda y vio que Krista Greenmoss aparecía por detrás de él, todavía montada en su caballo. Al parecer, la enana encontraba aquel lugar algo divertido. Luego observó a Ilum a su derecha, que seguía guardando silencio después del horror del bosque, excepto por el canto de un pájaro que hizo para llamar la atención del compañero hacia la arboleda de abajo; Helmut miró su esbelta figura, la delicada piel de la elfa sobre unos brazos acostumbrados al peso de la espada; su altura, casi como la suya, seguía asombrándole y atrayéndole con la misma intensidad, pues todos los elfos que conocía eran más bajos y de aspecto más frágil que Ilum; aun así, llevaba con elegancia cada uno de sus detalles: sus largas orejas de elfa, su fuerza, su piel azulada, sus penetrantes e inquietantes ojos rojos, su voz ligera y melodiosa y, sobre todo, el símbolo sagrado del dios que seguía su orden. Sí, había poder en Ilum, un poder profundo y antiguo. Helmut haría bien en recordarlo.

El medio orco seguía atribuyendo el silencio de Ilum a los sucesos del bosque de Lavondiss, incluso se sentía todavía un poco avergonzado hasta la raíz por ello. Siguió observando a su compañera elfa, aún no podía entenderla, ni cómo sacarla de su silencio, había sido bastante habladora antes del bosque. Pero claro, el hecho era que lo sucedido en Lavondiss podría enviar ondas de repercusión que incluso podrían poner de rodillas a su orden. Pero por el momento, Helmut tenía que encontrar la manera de que ella se concentrara en la tarea que tenía entre manos. Sus días como paladín habían quedado atrás, ahora formaba parte del esfuerzo de pacificación del Imperiuum.

"Por fin", dijo Krista, todavía riendo suavemente. "Esto de montar a caballo no me gusta nada" continuó mientras se levantaba de los estribos modificados que le permitían plantar sus pequeñas piernas firmemente en la silla de montar. "Aquí sí que podemos empezar" añadió mientras estiraba la espalda y los brazos. Intentó sonar convincente, incluso esperanzada por lo que tenían que encontrar. Pero por lo que le había dicho Orsic, Gran Maestro de la Orden de Ix, sus esperanzas disminuían a cada paso que daba hacia el sur. Al menos, no esperaba que la cosa se encontrara tan fácilmente como presumía el Emperador.

Les habían dado la orden de agotar todos los recursos disponibles, recordaba Krista, pero la naturaleza del objeto que tenían que buscar sólo la conocían Orsic, y uno o dos miembros de alto rango de la orden de Ix. Así que Krista sólo había hecho lo que era natural: importunar a Orsic hasta que el viejo mago le cediera parte de los conocimientos que poseía. "Esta cosa tiene que ser encontrada" le había dicho Orsic, "Incluso a costa de tu vida o la de tu compañero". Esto no había hecho que Krista fuera la más feliz de los gnomos, y era peligrosa cuando no era la más feliz de los gnomos. No había sido la más feliz de los gnomos desde que estaba allí, escuchando al viejo ceñudo, hasta este mismo momento. Bueno, estuvo a punto de ser la más feliz de los gnomos el otro día en la posada, cuando Helmut y ella compartieron un jamón muy sabroso. En cualquier caso, nunca le había gustado la forma en que el Gran Maestro de su orden mezclaba y gestionaba los asuntos de la Orden con la política del Imperio. La Tradicione Stregheria era el arte de Aradia, hija de la Diosa que vino al mundo portando el poderoso don de la magia; y desde luego no era un instrumento de imposición, disuasión o debate político. Krista estaba convencida de que en los otros seis reinos del único mundo, los diferentes coventores y órdenes de la magia estarían de acuerdo con ella. Si pudiera llegar a ellos y estar segura de ello sin que se considerara traición... Se juró a sí misma que, una vez terminada esta salvaje búsqueda, buscaría las seis Torres de Magia de Ix en todos los reinos y las uniría bajo una misma visión. Un objetivo elevado que la convertiría en la gnoma más feliz del mundo.

Helmut desmontó. Su peso cayó sobre la hierba haciendo temblar la tierra bajo sus pesadas botas de cuero y acero y sacó a Krista de sus pensamientos. El medio orco era una figura muy gruesa. Más de dos metros de altura, piel grisácea, rasgos duros que enmarcaban un par de colmillos que sobresalían sólo un poco de su boca. Se lamía los labios con una lengua azulada mientras observaba la arboleda de abajo, como si degustara un futuro bocado de carne. Helmut hizo una señal a sus compañeros para que desmontaran y se unieran a él en el borde de la colina. "¿Vienen ustedes dos o piensan dejarme aquí parado hasta que el Dios Enkil vuelva a darles permiso? dijo el mestizo con una sonrisa juguetona. Krista e Ilum desmontaron con un grácil movimiento y se adelantaron para unirse a él. "Mira, imitación tonta de un mago", dijo la pequeña figura de Krista con un tono de voz desafiante, "respeta a tus mayores en la orden, es decir, a mí, no a ella", añadió señalando a Ilum, "y si tienes tanta prisa, dirige el camino hacia abajo. Aunque creo que debemos dejar los caballos aquí". A continuación, paseó su caballo por detrás de la roca, pero se detuvo en seco al ver que su compañera elfa se quitaba la capucha y miraba la hondonada de abajo; Ilum tenía una mirada preocupada, y miraba fijamente como si quisiera traspasar el follaje de los árboles; sus ojos se convirtieron en rendijas, como si la pálida luz de la mañana le hiciera daño. Incluso entreabiertos, resultaba inquietante mirar sus ojos y ver el color rojo fuego sin pupilas que contrastaba con el azul de su piel.

Helmut y Krista se quedaron muy quietos, atentos a cada movimiento de la elfa. No era una elfa cualquiera. Procedía de la clase subterránea. "Una elfa profunda" pensó Krista, recordando la leyenda y los mitos de ese pueblo. Un escalofrío le recorrió la espalda. Se decía que todos ellos podían convertirse en horribles monstruos de muchas patas. Se esforzó por no imaginarse a Ilum como una araña negra y peluda, y al hacerlo soltó una risita al imaginársela exactamente así... Ilum había visto algo abajo, y cuando los ojos de un elfo ven algo, es mejor estar seguro de que está ahí. Kriste se tiró inmediatamente al suelo y Helmut la siguió. Ambos observaron al elfo. Ilum se movía ahora hacia ellos. "Aquí hay diablura" dijo, "en ellos, apestan a ella" terminó y dirigió la mirada de sus compañeros hacia el lugar al que se refería, justo entre dos enormes troncos de árboles entre la arboleda, estaba la entrada a una cueva, había varias figuras moviéndose entre los árboles cerca de ella.

Con un segundo vistazo cuidadoso, Helmut pudo ver que las enormes fauces de la oscuridad no eran ninguna cueva; las paredes parecían demasiado simétricas, y había columnas y escombros por todas partes. "¿A quién te refieres con elfo?", gruñó Helmut mientras miraba al pie de la colina. "Allí, entre los árboles, se pueden ver nueve o diez de ellos. Pero lo más probable es que haya más. Algunos de ellos ya se adentraron en el templo, pues eso es la cueva, ¡mira las tallas de las paredes!". dijo Ilum, dirigiendo su mirada a los ojos de Krista Greenmoss, como preguntándole en silencio si era consciente de lo que eran esas ruinas. Helmut se esforzó por vislumbrar las figuras ensombrecidas por los árboles y no prestó atención al silencioso interrogatorio de Ilum al gnomo. "¿Son ruinas? ¿Por eso el mapa tenía marcado este lugar? En nombre de Enkil, ¿qué buscamos en unas viejas ruinas de templos?" Terminó su pregunta dirigida a Ilum. La elfa saltó ante el orco que la interrogaba directamente. Ya sea medio orco o orco completo, todos son igual de malvados. Sacudió la cabeza. "Eso es todo lo que sé, pero los informantes de mi orden que están plantados en el imperiuum cuentan historias. Aseguran a nuestro sumo sacerdote que todo este empeño es una especie de plan urdido por la orden de Ix junto con el Emperador, con intenciones poco nobles".

Krista se esforzaba por mantener una actitud despreocupada, pero fracasaba estrepitosamente. Ilum no apartaba la mirada de los pequeños y redondos ojos violetas de la gnoma. "Necesito saber nuestras órdenes exactas, pequeña, y sólo tú conferiste con Orsic y el Emperador sobre todo esto. Los mapas, las cartas y las instrucciones fueron entregadas a tu cuidado, así que es hora de que desveles el secreto, ya no hay tiempo para ello". Krista se mostró sorprendida y desconcertada. Sus ojos redondos se abrieron por centímetros para que aparecieran grandes placas moradas en su rostro. "Si este trato implica un asesinato, las criaturas pueden seguir sin mí, o trabajar bajo mis órdenes y condiciones, ya que la ley divina debe ser observada en todo momento". Helmut miró y gruñó inmediatamente a la mujer elfa. Su ira aumentó y el orgullo imperial fluyó por su rostro. "Duende, no puedes ir en contra de las órdenes directas del Emperador...", empezó a decir con voz amenazante; luego se silenció al ver el rápido movimiento de Ilum como una serpiente. Alcanzó su espada larga de doble hoja, y en un abrir y cerrar de ojos, tenía el extremo de la misma tocando los labios del medio orco. Sintió la fría punta del acero.

Acero azul templado de las montañas enanas, la espada de doble hoja siempre ha sido un símbolo distintivo del sacerdocio de Innana, y de sus paladines armados. "No te atrevas a decirme lo que puedo o no puedo hacer, orco". Dijo esta última palabra con todo el desprecio que pudo reunir. "Mi trabajo en el mundo es obra de la Diosa, no de un Emperador, así que hilvana con cuidado y elige tus próximas palabras con sabiduría". Al ver esto, Krista, de pie entre las dos compañeras, comenzó a lagrimear; sus ojos se volvieron acuosos y un temor se apoderó de ella. "No, Ilum, espera, guarda esa cosa porque parece que puede sacarle un ojo a alguien" Puso su mano sobre la espada de Ilum y comenzó a bajarla. "Pensaba dejaros entrar a todos, pero primero tenía que asegurarme de que erais quienes decís ser, y esperaba el momento oportuno, veréis... es que... " La gnoma seguía balbuceando mientras jugaba con su adornado bastón y sus ojos iban de un lado a otro, cada tintineo, silbato y campana que llevaba atado a su andrajoso atuendo estaba tintineando y su mano libre jugaba con un par de cráneos de pájaros que llevaba colgados en la cintura, junto a las pequeñas bolsas de ingredientes y componentes necesarios para su arte. "...es que... eh, me dijeron que no te lo dijera... y eh... me dijeron que yo estaba a cargo... y, y, que no importaba que todos muriéramos, pero yo dije, "¡mire aquí señor! qué quiere decir con que alguien muere, no me gustan esos cuentos-, y no me importa para qué sirve el cetro de Vril..." Ante esto, Krista se llevó inmediatamente las dos manos a la boca, dejando caer al suelo su pequeño bastón adornado tintineando con campanillas.

Helmut apartó de un manotazo la hoja de la espada de Ilum con una fuerza que hizo que el elfo casi diera vueltas. A continuación, acarició el pelo de la pequeña gnoma con una enorme y oscura garra mientras ofrecía su más reconfortante sonrisa mostrando todos los colmillos y colmillitos; los duros rasgos de su rostro se suavizaron por un breve instante. Su propio bastón de madera colgaba de su espalda mientras se inclinaba para hablarle a Krista a los ojos. "Tranquila enana, no llores. No estás traicionando ningún secreto ni a ninguna persona. Aquí todos estamos en el mismo bando; la elfa sólo quiere asegurarse de que no usamos medios opuestos a las creencias de su orden, es importante que cumplan la voluntad de Innana en todo momento, ¿me equivoco Ilum?" Preguntó el elfo sin dejar de mirar a Krista, pero infundiendo en su voz una velada amenaza. Helmut no sería tan rápido como el elfo con las armas, y lo sabía, así que su mano izquierda se deslizó lentamente hacia su propio cinturón, buscando sus pequeñas bolsas de ingredientes. Illum asintió con un gesto sereno. Krista sonrió, y se relajó. Se secó las grandes y redondas lágrimas de sus mejillas e inmediatamente se sintió aliviada y encantada de ver que ahora todos eran amigos. A Krista le costaba sonreír después de los últimos tres días, sobre todo después del horror en el bosque. De hecho, una vez que lo pensó, le resultó difícil sonreír después de todo lo que había pasado para llegar a donde estaba ahora. Eso no significaba que tuviera que dejar de intentarlo.

Limpiándose los ojos y las mejillas, Krista recordó sus días antes de la torre mágica y la orden de Ix; había nacido bajo la casa de los Greenmoss bajo las montañas del este y creció en el estado de su familia; pero al nacer bajo ese clan, había heredado indvertidamente una disputa, como todos los gnomos recién nacidos, por la que no tenían ninguna culpa, excepto la de tener un cierto apellido de reparto de los días mayores: Underwood, Greenmoss, Coveburrow, Stonecutter; no importaba dónde estuvieran tus afectos, si tenías uno de estos apellidos de reparto, estabas destinado a tener enemigos entre el resto de la población gnómica durante el resto de tu vida. El clan Greenmoss estaba muy amenazado cuando ella era una niña, y su familia decidió alejarla del peligro dejándola salir al mundo, exiliada de los reinos subterráneos. En un instante, Krista vio pasar su vida ante sus ojos; vio todos los momentos duros y las alegrías suaves por igual que tuvo que soportar para alcanzar su objetivo de ser aceptada en la Torre Mágica de la orden de Ix. Su talento innato para las artes nunca fue un problema, había demostrado muy pronto hazañas de poder asombroso, y estaba dotada de un hambre y una alegría de practicar las artes mágicas que vienen demasiado bien a todos los miembros de su raza. A veces demasiado bien, había pensado Krista en más de una ocasión; y también había visto y desaprobado la falta de seriedad con la que la mayoría de los gnomos derrochaban el oficio.

"No Ilum", dijo finalmente Krista al elfo una vez que sus lágrimas se secaron. "No se supone que esto implique ningún asesinato o matanza, aunque es peligroso", suspiró y continuó, "Se trata de la caza de un artefacto de lo más enrevesado y poderoso; una especie de báculo o cetro, que perteneció a un mago fuera de control que habitó estos lares en la época en que la Diosa nos dio a su hija para que heredara las artes. No sé qué quiere la Orden de Ix con él, pero estoy convencida de que es una sugerencia de la Orden al Emperador como medio para acabar con las amenazas de los seis reinos y la amenaza interna de la disensión; y no, como dices, con fines poco nobles". El rostro de Krista se ensombreció; como si recordara un sapo particularmente feo que aplastó aquella vez; "Aunque ese pobre remedo de mago", continuó, "ese cerebro de troll que ha sido que lame las botas del general Tordek del Imperiuum, ese Orsic..." Helmut dio un pisotón en el suelo ante esto, "¡Enano!, ten cuidado con lo que dices ahora, céntrate y recuerda que Orsic es también mi superior en la orden, además de mi maestro personal", dijo el medio orco consiguiendo mantener su voz bajo control, más que su temperamento.

"Ah, bueno", continuó el gnomo, "independientemente de nuestras opiniones sobre Orsic, la cuestión es que las cartas que me entregaron también nos advertían sobre un grupo de merodeadores que operan en esta zona, y si es posible, acabar con ellos es parte de nuestra misión"; se detuvo un segundo para mirar a sus compañeros. Ninguno de ellos parecía especialmente sorprendido. "Debéis conocerlos, llevan un tiempo rastreando la tierra, atacan las rutas comerciales y a los viajeros a lo largo de las fronteras del sur del imperio, no muy lejos de aquí, ¿habéis oído hablar de esto, eh?, eh?" La pequeña gnoma parecía haber recuperado su buen humor, en opinión de Helmut; y a él le gustaba más cuando estaba enfurruñada, porque entonces era más tranquila. Tanto Helmut como Ilum asintieron con la cabeza, y Krista continuó: "Bueno, me han dicho que estos bandidos pertenecen al Látigo Negro, ¿lo sabéis, eh? bien, esto lo hará más fácil entonces; así que los tipos del Látigo Negro les dijeron a estos merodeadores que les ayudaran a buscar cierto artefacto, o eso decían los rumores que recogí, y por eso dijeron que sí, y por eso ahora nos dicen que..." Las palabras de Krista se convirtieron en un sinsentido, y su voz en un susurro para los oídos de Ilum. Dejó de escuchar al oír "Látigo Negro".

Ilum ya había oído hablar de ellos. Estos renegados llevaban a cabo ataques violentos por todo el Imperio; un grupo de seres asesinos que no mostraban más perspicacia ni inclinaciones políticas que un Ettin de dos cabezas blandiendo una maza entre los árboles; pero igualmente peligrosos y mortales; habían cometido asesinatos y matanzas en aldeas y guarniciones imperiales justo a lo largo de las fronteras; permitiendo así que los seis reinos invadieran el Imperio con una fuerza renovada cada día. Tales ataques se realizaban sin ideales detrás, sin manifiesto ni razón; una violencia sin sentido destinada a sembrar el caos. "El Látigo Negro está en esto", pensó el elfo mientras Krista seguía hablando sin parar. Y en un segundo, la visión de Ilum se volvió borrosa...

"...deberíamos matarlos a todos, pero no sé Helmut, esto apesta a gnomo oculto, quiero decir que esos tipos de ahí abajo parecen bastante decentes y pobres, ¿eh?, más campesinos que renegados o merodeadores si me preguntas. No disfruto matando a gnomos, pero bueno... las órdenes... esto hace que sea muy difícil trabajar para la armada". En ese momento, Krista levantó su báculo tintineante y alzó la mano libre hacia el cielo, como si pronunciara un discurso desde su alma: "Siempre he pensado que la orden de Ix no debería mezclarse con los asuntos políticos o militares, y que debería ser completamente independiente de la cadena de mando del Imperio; pero Orsic, ese sapo llorón...". Krista siguió hablando mal y quejándose sin parar. Helmut había dejado de escuchar; miraba a Ilum, que parecía estar en trance. Helmut chasqueó los dedos frente a ella; en ese momento, la niebla que cubría los ojos de la elfa se disipó. Entonces Helmut cogió los brazos de Krista, los dos, con una gran mano cerrada y los bajó, obligándola a bajar también su tono de voz. "Mira enano, las órdenes están para ser cumplidas. Es una cuestión de lealtad, querida niña; pero la lealtad no es gratuita, se gana; y el Imperiuum se ha ganado la mía". Afirmó el fornido mestizo, "Y ya está bien de tus trances Ilum, sea lo que sea lo que Innana te está haciendo ver, debes dejarlo para otro momento" añadió mientras revolvía el pelo de Krista con una gran mano gris.

Sí, el Imperiuum se había ganado su lealtad; sin embargo, estos dos compañeros a su lado parecían una historia totalmente diferente; con ellos, la lealtad parecía estar ahí, desde el momento en que salieron de las posadas más civilizadas cercanas a la capital; desde la primera cerveza y calada de cebada compartida en el viaje. El medio orco nunca había encontrado compañeros tan diferentes y a la vez tan parecidos a su propio corazón.

Ilum volvió a señalar la arboleda de abajo. Helmut y Krista se volvieron también hacia ella. Vieron que el grupo de hombres que se encontraba frente a la entrada de la cueva encendía antorchas y se preparaba para adentrarse en la enorme oscuridad de la entrada de las ruinas. Helmut podía verlos ahora con claridad; y también podía discernir la verdadera naturaleza de la cueva; era sin duda la entrada de algún templo en ruinas o fortaleza subterránea; y aquellas rocas simétricas de la entrada no eran nada de eso, eran claramente pilares tallados de piedra blanca pulida. Ahora podía ver las tallas. Hermosos diseños, desconocidos para él, excepto por unas pocas palabras, unas runas en el lenguaje de la magia que le pusieron los pelos de punta.

Ninguno de los tres jinetes podía conocer el verdadero nombre de la ruina que se encontraba delante y debajo de ellos. Y aunque supieran el nombre, no significaría nada para ellos, ni siquiera para la docta Krista Greenmoss. Vril Ya, un nombre de años inconmensurables, ajeno al mundo, enajenado, caído de los espacios vacíos entre las estrellas. Por caminos oscuros se arrastró; dejando muerte y profanación en su rastro, así como una herencia de abominaciones, monstruosidades y criaturas de pesadilla creadas por su oscura existencia, que incluso ahora se arrastraban bajo sus pies en la colina; criaturas que tragaban oscuridad y excretaban muerte. Si adivinaran la historia de su largo y terrible nombre, los tres compañeros seguramente montarían sus cansados caballos y galoparían todo el camino de vuelta a Turania, con las manos vacías, derrotados pero agradecidos de recibir aún el calor del sol en sus rostros.

Ahora, en la cresta de la colina llamada antiguamente Hügelgrab, sin pensárselo dos veces y con una mirada de conspiradora, Krista Greenmoss comenzó a encaminarse cuesta abajo, hacia el primero de los árboles del bosquecillo con paso rápido y sigiloso. La gnoma se echó a la espalda su adornado bastón deslizándolo en una funda cuidadosamente decorada que los magos mayores de Ix entregaban a todos los graduados del oficio; luego, tras unos pasos, de una funda de cuero oculta bajo sus innumerables capas de ropas y trapos, sacó un par de largas y delgadas dagas de plata grabadas con runas, que se curvaban con maldad en la punta; si sus compañeros se sorprendieron por el aspecto de sus dagas, ella no lo notó. Helmut e Ilum observaron con incredulidad los pasos audaces y silenciosos que la pequeña maga gnoma daba cada vez más lejos de ellos. La hierba amarilla cubría a Krista hasta el pecho, y le facilitaba esconderse y escabullirse colina abajo hacia los árboles de la hondonada.

Al llegar al primero de los troncos, Krista apoyó su espalda en uno de los fríos árboles grises, cruzó sus dagas sobre el pecho y se deslizó hasta quedar en cuclillas. Esperó hasta que los latidos de su corazón volvieron a la normalidad. Respiró el aire fresco de la arboleda. Cada vez hacía más frío y estaba más húmedo allí abajo, ahora podía ver su aliento en bocanadas de vapor frente a su cara. Los ruidos del viento entre las copas de los árboles eran hipnóticos. El rugido del río lejano se desvaneció; una niebla oscura hizo que el interior de la arboleda se sintiera como un paseo por un bosque nocturno; haciéndole recordar los horrores del bosque de Lavondiss. Apartó ese pensamiento y se concentró. Comenzó a escuchar. Las voces de los hombres se oían ahora, arrastradas por el viento en las copas de los árboles; también había otro tipo de ruidos: metal contra metal; metal deslizándose por el cuero. Armas desenfundadas. Krista esbozó una sonrisa traviesa. "Así que, después de todo, no son unos desarrapados". Pensó con ingenio En ese momento, Krista levantó su báculo tintineante y alzó la mano libre hacia el cielo, como si pronunciara un discurso desde su alma: "Siempre he pensado que la orden de Ix no debería mezclarse con los asuntos políticos o militares, y que debería ser completamente independiente de la cadena de mando del Imperio; pero Orsic, ese sapo llorón...". Krista siguió hablando mal y quejándose sin parar. Helmut había dejado de escuchar; miraba a Ilum, que parecía estar en trance. Helmut chasqueó los dedos frente a ella; en ese momento, la niebla que cubría los ojos de la elfa se disipó. Entonces Helmut cogió los brazos de Krista, los dos, con una gran mano cerrada y los bajó, obligándola a bajar también su tono de voz. "Mira enano, las órdenes están para ser cumplidas. Es una cuestión de lealtad, querida niña; pero la lealtad no es gratuita, se gana; y el Imperiuum se ha ganado la mía". Afirmó el fornido mestizo, "Y ya está bien de tus trances Ilum, sea lo que sea lo que Innana te está haciendo ver, debes dejarlo para otro momento" añadió mientras revolvía el pelo de Krista con una gran mano gris.

Sí, el Imperiuum se había ganado su lealtad; sin embargo, estos dos compañeros a su lado parecían una historia totalmente diferente; con ellos, la lealtad parecía estar ahí, desde el momento en que salieron de las posadas más civilizadas cercanas a la capital; desde la primera cerveza y calada de cebada compartida en el viaje. El medio orco nunca había encontrado compañeros tan diferentes y a la vez tan parecidos a su propio corazón.

Ilum volvió a señalar la arboleda de abajo. Helmut y Krista se volvieron también hacia ella. Vieron que el grupo de hombres que se encontraba frente a la entrada de la cueva encendía antorchas y se preparaba para adentrarse en la enorme oscuridad de la entrada de las ruinas. Helmut podía verlos ahora con claridad; y también podía discernir la verdadera naturaleza de la cueva; era sin duda la entrada de algún templo en ruinas o fortaleza subterránea; y aquellas rocas simétricas de la entrada no eran nada de eso, eran claramente pilares tallados de piedra blanca pulida. Ahora podía ver las tallas. Hermosos diseños, desconocidos para él, excepto por unas pocas palabras, unas runas en el lenguaje de la magia que le pusieron los pelos de punta.

Ninguno de los tres jinetes podía conocer el verdadero nombre de la ruina que se encontraba delante y debajo de ellos. Y aunque supieran el nombre, no significaría nada para ellos, ni siquiera para la docta Krista Greenmoss. Vril Ya, un nombre de años inconmensurables, ajeno al mundo, enajenado, caído de los espacios vacíos entre las estrellas. Por caminos oscuros se arrastró; dejando muerte y profanación en su rastro, así como una herencia de abominaciones, monstruosidades y criaturas de pesadilla creadas por su oscura existencia, que incluso ahora se arrastraban bajo sus pies en la colina; criaturas que tragaban oscuridad y excretaban muerte. Si adivinaran la historia de su largo y terrible nombre, los tres compañeros seguramente montarían sus cansados caballos y galoparían todo el camino de vuelta a Turania, con las manos vacías, derrotados pero agradecidos de recibir aún el calor del sol en sus rostros.

Ahora, en la cresta de la colina llamada antiguamente Hügelgrab, sin pensárselo dos veces y con una mirada de conspiradora, Krista Greenmoss comenzó a encaminarse cuesta abajo, hacia el primero de los árboles del bosquecillo con paso rápido y sigiloso. La gnoma se echó a la espalda su adornado bastón deslizándolo en una funda cuidadosamente decorada que los magos mayores de Ix entregaban a todos los graduados del oficio; luego, tras unos pasos, de una funda de cuero oculta bajo sus innumerables capas de ropas y trapos, sacó un par de largas y delgadas dagas de plata grabadas con runas, que se curvaban con maldad en la punta; si sus compañeros se sorprendieron por el aspecto de sus dagas, ella no lo notó. Helmut e Ilum observaron con incredulidad los pasos audaces y silenciosos que la pequeña maga gnoma daba cada vez más lejos de ellos. La hierba amarilla cubría a Krista hasta el pecho, y le facilitaba esconderse y escabullirse colina abajo hacia los árboles de la hondonada.

Al llegar al primero de los troncos, Krista apoyó su espalda en uno de los fríos árboles grises, cruzó sus dagas sobre el pecho y se deslizó hasta quedar en cuclillas. Esperó hasta que los latidos de su corazón volvieron a la normalidad. Respiró el aire fresco de la arboleda. Cada vez hacía más frío y estaba más húmedo allí abajo, ahora podía ver su aliento en bocanadas de vapor frente a su cara. Los ruidos del viento entre las copas de los árboles eran hipnóticos. El rugido del río lejano se desvaneció; una niebla oscura hizo que el interior de la arboleda se sintiera como un paseo por un bosque nocturno; haciéndole recordar los horrores del bosque de Lavondiss. Apartó ese pensamiento y se concentró. Comenzó a escuchar. Las voces de los hombres se oían ahora, arrastradas por el viento en las copas de los árboles; también había otro tipo de ruidos: metal contra metal; metal deslizándose por el cuero. Armas desenfundadas. Krista esbozó una sonrisa traviesa. "Así que, después de todo, no son unos desarrapados". Pensó con ingenio mientras observaba los intrincados grabados de sus dagas. Después de unos segundos, Krista agudizó el oído para dar más sentido a las voces. "...muertos, ¿está claro? nada ni nadie debe entrar en estos pasajes detrás de mí". Krista se alarmó ante estas palabras. Entonces escuchó cómo los hombres empezaban a moverse y a caminar hacia las ruinas; "Quiero a tres de vosotros en la boca del templo y a los tres siguientes unos metros más adentro del pasaje principal; entre esos pilares de ahí. Quiero rondas de vigilancia cada cinco minutos. Después de una hora, oiréis mi voz llamando. Síguela por los pasillos y me encontrarás de nuevo". Dijo una voz con una inquietante autoridad. Krysta no pudo evitar pensar en océanos profundos y en el agua que goteaba en cuevas subterráneas cuando la escuchó. La voz tenía una cualidad líquida, como las olas que chocan contra los acantilados rocosos y las corrientes subterráneas saladas. La gnoma se preguntó quién podría hablar con semejante voz entre aquel grupo de bandoleros; a Krista le pareció que la voz la invitaba a dejarse llevar a las profundidades y a admirar las maravillas que contemplaría si se levantaba y gritaba: "¡Sí, señor, guardaré la entrada de las ruinas para usted, mi señor!". Estaba a punto de declarar su lealtad, cuando otras voces la despertaron de su ensoñación. "Sus órdenes serán cumplidas, mi señor", dijeron seis o siete hombres a la vez; estas voces sonaban planas y sin textura, ásperas y groseras.

Un escalofrío recorrió el pequeño cuerpo de la maga. Se sacudió los pensamientos de los hombres de piedra que hablaban desde gargantas de piedra. Entonces miró hacia la colina, hacia el punto donde Helmut e Ilum la estarían observando. No podía verlos desde su posición, pero sabía que ellos podían verla a ella. Entonces, se volvió completamente hacia la arboleda y la entrada de las ruinas. Desde detrás del grueso y frío tronco del árbol, pudo ver a seis hombres apostados en la entrada de la cueva; luego divisó a otros tres hombres un poco más adentro de las ruinas. Pudo ver que era un pasaje de piedra gris, con paredes y suelos de piedra cuidadosamente elaborados. Entonces, lo vio. Algunos pasos en el pasillo de entrada; un hombre. Un hombre definitivamente no humano. Tenía el pelo largo hasta los hombros. Krysta adivinó que se trataba de un humanoide antiguo, sobre todo por su pelo; el color de dicha melena sorprendió a Krista; era un pelo color platino que flotaba sobre sus hombros. Pero su forma de andar y de estar de pie lo marcaban como un joven y vigoroso guerrero. Un segundo después, la oscuridad envolvió al extraño hombre junto a otros que caminaban a su lado.

Desde lo alto de la colina, detrás de un gran peñasco, Helmut e Ilum vieron a la pequeña Krista sonreír justo antes de darles la espalda para observar el interior de la arboleda; eso les preocupó. Luego la vieron colarse en la arboleda, árbol por árbol, utilizó la habilidad de su raza para el sigilo para acercarse a los hombres en la entrada de la cueva sin ser detectada. Helmut observó todo esto con preocupación, pues recordaba cuando había visto esa especie de sonrisa en ella. "¡En el bosque!", le espetó a Ilum, "¡Ilum, anoche vi a ese maldito gnomo sonreír así!". El rostro de Ilum perdió todo el color; asintió alarmada, pues también había visto esa sonrisa en el rostro de Krista en el bosque; justo antes de que el horror cayera sobre ellos....

Continua...

 

CRONICA

 

Esa noche te encontré mientras orabas frente a la cruz, estabas de rodillas al pie del altar en la iglesia de la ciudad; ahí donde acostumbrabas orar a tu dios antes de cada duelo. Terminaste de orar y te levantaste mientras ajustabas bien tus armas: un par de negros revólveres silenciosos en el silencio de la iglesia, ellos habían derramado sangre, no necesitaban hacer ruido. Caminaste por el pasillo central de la iglesia entre  enormes pilares de piedra negra que se elevaban hasta perderse en la oscuridad donde el eco de tus pasos también se perdía. De entre las bancas, que los feligreses han desgastado al punto de madera porosa, surgió la esbelta silueta de la mujer que te había tenido la compasión e indulgencia suficiente para haber estado junto a ti por un mes entero, Ana. ¿La recuerdas, pistolero?; Todo un mes. Era sangre descendiente de Casilda y el rey de amarillo, y tu lo sabías. Estabas tan orgulloso de su permanencia a tu lado.

Salió de entre las bancas y te detuvo el paso justo antes de que alcanzaras las grandes puertas de la iglesia, sus manos aferraron tus brazos, sus ojos te calcinaban las pupilas. -“Espera, tienes que saber algo…”- alcanzó ella a decir antes de que la hicieras a un lado de un empujón.

Adivinabas sus palabras en ese momento, ¿cierto, pistolero? Eran palabras escuchadas tantas veces; no tardaste en reconocer ese tono de culpa que siempre las había acompañado, esa tonalidad de suavidad que contrastaba con la dureza del mensaje: “te abandono”.

Saliste de la iglesia sin escuchar a la mujer. Saliste a las calles de la gente, a sus noches, a sus edificios, a sus juegos. Ella salió de tras de ti impulsada por su orgullo y el dolor que llevaba en el vientre. Ah, ¿no sabías eso, pistolero? También la impulsaba la necedad de llevar a cabo lo que practicó frente al espejo todo el día. No la escuchaste, sin volver la mirada, desenfundaste uno de tus revólveres; pero para mi decepción no jalaste el gatillo, sólo presionaste el cañón contra su frente, justo entre sus ojos que te veían con la patética lástima de quien mira a un leproso, su sangre la hacía altanera.

Tus dientes apretados no dejaron salir ni un suspiro, tu mirada de entendimiento sellaron los labios de la mujer que estaba a punto de hablar: te hubiera servido más una bala. Guardaste tu revólver y giraste dándole la espalda a la mujer mientras avanzabas hacia el centro de la calle.

Caminaste hacia un grupo de gente que fumaba, esperaba, miraba, esperaba, fumaba. Alrededor de ti, la ciudad de Carcosa se extendía; los siete edificios a tu alrededor que en alguna época fueron conocidos como los primeros construidos, eran parte de la antigua gloria de la ciudad, las ruinas de la era olvidada.

¿Recordaste, al verlos, tus rimas de infancia?, ¿recordaste el canturreo materno acerca del benévolo rey constructor de edificios? Vagas sombras esos cantos, de eras mejores cuando tu raza subía metro a metro, vidrio sobre piedra sobre metal hasta incluso tocar las lunas. Ahora esas ruinas se burlaban de su propio pasado, de tu sangre y la sangre de tu mujer; al igual que el fantasma de los canturreos y cuentos de niños se burlaban esa noche, tu última noche, de ti. Con cada paso que dabas por la calle, te apropiabas más y más de esas ruinas, hacías tuyo ese sentimiento de orgullo derruido que te tragabas junto con la amargura de un amor no remunerado.

Te detuviste a unos pasos del grupo de gente que esperaba, ellos dejaron de fumar al verte; sus cigarros vueltos  chispas en el pavimento.

El grupo se hizo a un lado, le abrieron paso a un delgado y alto hombre, tu lo conocías de otras noches como esa: Otro asesino. Al verlo no dudaste ni un segundo, sentí tu tensión como un hilo de metal que se enredó en tu espina dorsal. Yo estaba ahí contigo como en otras tantas veces del mismo ritual:

Un hombre frente a ti, salido de la multitud, revólveres a los costados; antes lo habías visto ganar incontables veces; tu adversario, el único que considerabas como tu igual. Se separó del grupo, plantó su arte frente al tuyo al centro de la calle; era un adversario sin rostro, con una posible liberación en sus manos. El podría haberte curado, él podría haber hecho que todo se detuviera y no hubiera más dolor. Él fue otra posibilidad fallida.

Otro de los hombres del grupo, que habían vuelto a encender nuevos cigarros, dio un paso adelante y gritó el conteo. Desenfundaste con la velocidad que te hace mi mejor emisario, el mundo es lento para ti en esos momentos.

-Ecos anticipados, olor a pólvora y sangre por venir-

Ana, la mujer, por el rabillo de tu ojo… la viste correr y gritar al tiempo que apretabas el gatillo, sus labios comenzaron a moverse cuando el sonido de tus armas los hizo callar. Tú sabías lo que ella gritó aunque su voz se hubiera ya perdido en el olor a pólvora: gritó la frase que te hizo de nuevo un abandonado, que también te hizo mi prospecto.

Tu rival cayó, ignoró tu necesidad de ser deshecho por el plomo y murió con la cara hecha una pulpa de hueso, pelo y sangre con tus balas por ojos.

El humo de las armas se levantó. Palpaste tu pecho en donde creíste haber sido herido, donde debería haber un orificio calibre .45. Sentías el dolor, la presencia del plomo en tu carne, sin embargo, no estabas herido. Volviste la mirada en todas direcciones buscando a Ana, querías que te dijera de nuevo las mismas líneas, querías hacerle los mismos reproches y las mismas preguntas que serían respondidas con las mismas miradas, las mismas palabras, la misma condescendencia que tantas otras mujeres te habían lanzado incluso minutos después de haberte entregado su cuerpo, cuando invariablemente se te ocurría la estúpida idea de decir “te amo”. ¿De verdad creías en la vulnerabilidad después de un orgasmo?, tu inocencia siempre me intrigó.

Regresaste a la iglesia, al caminar apretabas tu pecho queriendo exprimirle la vida a tu corazón, agradecías el no estar muerto. Siempre ignoraste que existen cosas peores que la muerte. Te refugiaste en aquella construcción a lo divino, lo arcano, lo que algún día volverá a caminar entre los humanos para traer la buena nueva; por tanto, no escapaste a mi mirada. Yo soy la buena nueva, y lo he sido desde que el tiempo es tiempo. Sólo unos días pasaron para poderme manifestar.

¿No te preguntaste porqué tu piel comenzó a descomponerse, o por qué tus huesos comenzaron a decaer? Las fibras que ataban tu cuerpo estaban cansadas.

Yo  soy la verdad y la vida, el que crea en mí no morirá.

No saliste más de la iglesia, caminabas por sus atrios y pasillos como el último fiel en Carcosa, pero la fe y fidelidad ya habían abandonado la ciudad, aun cuando la gente se esforzara por verlas por ahí, entre los laberintos de calles que corren al pie de los acantilados formados por los edificios.

Encerrado, intentabas escapar y alejarte de tu propio olor: un olor verde, un aroma de hongos que chamuscaba tus pulmones y te ataban el estómago en nudos. Rondaste esa iglesia cansado de subir escaleras rotas que llevan a torres donde la lluvia se cuela: no cae, se escurre. Subías al campanario de cuando en cuando a observar atardeceres: patético. Te posabas ahí como gárgola esculpida en piel fétida. Como centinela que se sabía muerto en vida, un cadáver que tenía que encontrar su sepulcro.

Así que te decidiste a hacer lo que yo sabía que harías, conozco la manera pragmática en que tu mente funcionaba. No había otra opción y te pareció que era lo único que te faltaba, después de todo, era lógico. Amortajaste tu cuerpo, lo protegiste; vendaste tus tejidos supurantes, tus órganos expuestos. Una vez escondida tu decadencia a los ojos de la gente, saliste de nuevo a sus calles, a sus noches.

Rondaste antiguos panteones, viejos mausoleos; caminaste entre los edificios, a través de patios y jardines citadinos escondidos entre ellos donde se erigían arcaicas estatuas de figuras ya olvidadas por los habitantes; vagaste por los distritos más cercanos al centro, al origen de Carcosa, entraste en sus campos santos en busca de una cripta que te recibiera. Fue difícil encontrarla, cada lápida en cada panteón anunciaba ahorcados, plagas, asesinato, tristeza: ninguna decía “muerto en vida”.

Por fin, poco antes de la primera claridad del día, encontraste tu lápida sobre un sepulcro abierto expectante a ser llenado.

¿Qué decía la piedra?, ¿”Amor”, “romance”, “soledad esperanzada”?

Observaste que la tierra estaba recién removida y  te arrodillaste frente a aquella boca de lodo y oscuridad. Ahora sonrío al recordar que trataste de buscar en tu mente alguna de las oraciones que murmurabas a tu dios antes de cada duelo, alguna plegaria que devotamente canturreabas cuando niño antes de dormir, después de las rimas y leyendas de tu orgullosa raza decaída. Así te encontré, hincado y con los ojos llorosos al no encontrar en ti ninguna de esas plegarias, ninguno de esos recuerdos atesorados. Me acerqué a ti y puse mi mano en tu hombro, esta mano que ahora sientes es la mía. Después de tanto observarte y esperar el momento, por fin te tengo ahora junto a mí.

¿Buscas amor? Yo lo tengo, por puños. No podría cumplir mi obligación a las fuerzas que me mandan si no lo tuviera, si no lo conociera, si no  anhelara darlo. Me postro ahora yo frente a ti y clavo mis secos dedos desprovistos de carne en tu pecho dolorido, los hundo entre tus tejidos putrefactos y extraigo de esa cavidad, donde debería estar tu corazón latente, una bala negra. Una bala con inscripciones que yo grabé en el principio de los tiempos: inscripciones que en el lenguaje de los hombres se entienden como el signo del amor. Pero los hombres ya hace muchas eras que han olvidado cómo leer estas inscripciones, estos signos.

Ahora que te tengo, no haré mi labor en soledad. Ahora tengo tu eterna gratitud y compañía. Naciste para dar muerte y darte a la muerte. Tu piel caerá, amor, pero está en mí el poder de hacer que conserves algo de la tibieza de los vivos para abrazarnos junto al lago de Hali, viendo las torres que antaño habitaba el rey de amarillo. Traerás algo de esa tibieza a mi ancestral entidad. No creo necesaria más explicación. Así fue como ha pasado todo y como todo será. Así es como ahora te digo que te levantes y no intentes orar. Los rezos son para los que ya no viven en Carcosa, pues han olvidado su nombre. Las plegarias son para aquellos que sí son escuchados y caminan de día.

Wednesday, 28 August 2013

STAR WARS::: Malva bajo "El Brillo de la Gema" (Version en español)


El Capitulo I::: No hay Emoción.


Entró a su apartamento. La puerta se cerró tras de él en la oscuridad. Silencio dentro. Suspiró. Las luces programadas a su rastro genético. Se encendieron un segundo después.

Con las luces encendidas, este vertedero se siente aún mas vacío, pensó él mientras dejaba su Blaster aun enfundado sobre una pequeña mesa de metal junto a la puerta de entrada. Barrió de nuevo con la mirada su departamento, buscando algo de que aferrarse, o algo fuera de lugar. Todo parecía estar en orden; no había razón para pensar que lo había seguido, o sabía donde había estado viviendo las ultimas semanas, desde que le asignaron esta misión

Las luces disminuyeron de intensidad para ajustarse a sus preferencias. El resplandor rosado con tonos naranja del sol poniente bañaron el departamento en franjas de luz y sombra creadas por las persianas en las ventanas. El sol de Ord Mantell es llamado "El brillo de la gema" por sus habitantes. A él no le parece mas que otra masa de gas cuya opacidad indica poca vida restante. Con la mirada fija en la ventana, dio unos pasos mas hacia su sala de dos sillones y una mesa pequeña en el centro. Se quitó su pesada capa encapuchada y después de aventarla sobre uno de los sillones, entró a su cocina. Abrió su heladera y tomó una botella llena de un licor cristalino. Su mente estaba demasiado acelerada, necesitaba calmarse, respirar. Beber. El imponente Nautolano sirvió un poco del licor en un pequeño vaso y lo consumió de un largo sorbo; sirvió de nuevo y llevó el vaso consigo hacia un sillón cómodo junto a la ventana de persianas.

Aún no entendía que había salido mal. Bebió del licor e intentó concentrarse en los eventos del día, recreándolos en su mente, abriendo su ojo interior para verlo todo de nuevo, traerlo al presente.

Se ve a si mismo de pie, esperando. Cruzado de brazos, Oreth observa el cielo del amanecer en Ord Mantell. Esta es la plataforma de aterrizaje que el Consejo Jedi le indicó; otra polvorienta plataforma de aterrizaje en Ord Mantell. Él siente los rayos del brillo de la gema sobre su piel verdosa y por un momento extraña las profundidades de los océanos en Glee Anselm, su mundo natal, y la languidez con la que sus Lekku, doce zarcillos como tentáculos sin ventosas, que brotaban de su cráneo y aumentaba n el placer al sumergirse en las profundidades y nadar a casa. Siente una perturbación emocional junto a él que lo trae de vuelta a la plataforma polvorienta al amanecer en Ord Mantell. La mujer de pie junto a él no puede evitar mandar tal conflicto emocional. Es obvio que no es sensible a la fuerza, pues deja fluir sus emociones sin control, a diferencia de alguien que ha recibido entrenamiento.

Él vuelve su rostro para observarla ahí, de pie, con su largo cabello negro fluyendo y bailando con la fría brisa de las primeras horas rosas del DIA. Sin duda una mujer bella, aunque no puede nombrar su raza o especie. Oreth siempre había estado de alguna manera infatuado con los humanos; los encontraba sorprendentemente débiles e intrascendentes, sin embargo, su presencia en la galaxia es fuerte y dominante. Pero ella no es humana. su piel de un pálido azul y sus ojos violeta sin pupilas la marcaban claramente como miembro de alguna desconocida raza del grupo racial conocido como humanoide. Él se pregunta que tipo de infancia tuvo que Haver tenido esta mujer para llegar a ser tan letal, fría y cicatrizada a una edad tan aparentemente joven. De haber sido sensible a la Fuerza, el consejo la habría identificado, entrenado y sin duda sería una excelente Jedi. Aún así, Oreth estaba seguro que era una feroz combatiente.

Oreth la observa hablar. “Aquí vienen” dice la mujer mientras levanta un delgado dedo. Él lleva su mirada al cielo aún oscuro y sigue la dirección de la delicada mano junto a él. La plataforma de aterrizaje donde se encuentran está en el centro de la ciudad más grande del planeta. Los carriles aéreos están plagados de transportes en sus idas y vueltas cargando gente de un lado a otro en sus insignificantes vidas. “¿Que hace mi vida más significante que la de alguno de esos seres?” se pregunta por un momento mientras observa los interesantes efectos de colores que el cielo del amanecer, combinado con el rosado y abundante polvo del planeta crean en la atmósfera. La galaxia es un lugar incomprensiblemente grande, y ponerse en perspectiva junto a algo tan masivo siempre le causaba cierta depresión; pues, ¿Que puede hacer un ser viviente para cambiar los eventos de lo incomprensible? incluso haber logrado servir como Padawan y Caballero Jedi no le ayudaba a minimizar el efecto de... pequeñez que todo a su alrededor parecía tener. Y eso era simplemente en perspectiva con la Galaxia, ya no con el universo completo. “Hay incontables galaxias más” decía siempre a sus Maestros Instructores Jedi; y este sentimiento de pequeñez en perspectiva era un tema de conversación frecuente con su propia Maestra. E invariablemente, después de horas de meditar en el asunto, incluso la Voluntad de la Fuerza le parecía de alguna manera... inútil, sin esperanza, impotente.

De entre las decenas de transportes y vehículos que ya abarrotaban las vías aéreas y rutas de aproximación desde órbita al planeta, Oreth observa una nave que viene directo hacia ellos. La mujer a su lado se tensa un poco más mientras la nave comienza su ciclo de aterrizaje frente a ellos. El sonido de los repulsores al acercarse arranca a Oreth de su estado meditabundo y lo trae de regreso por completo. La turbulencia creada por los motores de la nave les vuela los ropajes y túnicas. Oreth levanta un brazo para cubrir su rostro de polvo y calor de las turbinas. “Espero que su presencia y apoyo nos lleve a terminar esto bien, Maestro Jedi” dice la mujer junto a él, hablando en voz alta para vencer el ruido de los repulsores de aterrizaje de la nave recién llegada y continúa, “Yo no pedí su ayuda, pero ciertamente la agradezco, aunque, tampoco creo en las coincidencias. Aún tenemos que hablar usted y yo sobre su oportuna presencia en el planeta y aún más sobre este conveniente transporte a la estación Tansarii”, ella vuelve sus ojos violetas y deja caer su penetrante mirada sobre los de él.

Esos ojos sin pupilas son... piscinas en las cual ahogarse, perderse. Para él, es como salir a la superficie y sentir el golpe del aire en los pulmones después de haber estado en las oscuras profundidades por semanas. Más luz y aire de lo que se puede tolerar. Él había estado nadando en la oscuridad; y ahora viendo esos ojos, la luz e veía más lejos cada vez. La luz del código Jedi le parecía obsoleta, lejana y fría viendo esos ojos.



“Bien, pues si,” apenas alcanza a balbucear Oreth en respuesta, “Pero, no soy un Jedi aún, señora. El Consejo me ha impuesto las pruebas, pero aún he de superarlas, y esta operación en contra de la Organización del Sol Negro es una de ellas. Es vital llevar a buen fin nuestro cometido. Y aunque Ud. no crea en coincidencias, es la voluntad de la Fuerza la que nos ha traído a este momento”. sus palabras sonaron vacías en sus propios oídos. “Sol Negro está comenzando eventos que crearán olas de impacto a través de la República y mis maestros han sentido perturbaciones en la Fuerza; aunque sospecho que no me lo han informado todo”. Oreth se incomoda un poco, ¿Que le había llevado a hablar francamente sobre sus sospechas del Consejo con una perfecta desconocida?

Él sabe en su fuero interno que hay algo merodeando en las sombras, él siente las oleadas de perturbación en la delicada red de equilibrio que es la Voluntad de la Fuerza. Y no puede evitar sentirse como un cordero sacrificado en el altar de esta voluntad mística que apenas comienza a entender. Al ver la reacción de sorpresa de la mujer por haber hablado tan francamente, Oreth sigue hablando, “Pero, en fin, no se preocupe, tendremos éxito, se lo aseguro”. Se siente inadecuado, incómodo, y verla ahí en toda su bella existencia no ayuda a su sentir. antes de poder agregar otra palabra, los repulsores de aterrizaje de la nave terminan su ciclo y el sonido de los generadores de poder reduciendo sus revoluciones y apagando su energía lo distraen.

Toda la estructura metálica del transporte gruñe un poco y se asienta por completo sobre la pista de aterrizaje. Un sonido de vapor a presión escapa de la nave mientras una pequeña plataforma de abordaje se abre en uno de sus costados. El transporte es un YT-1150; dos de sus ocupantes descienden con precaución y observando todo al rededor. Oreth y la mujer caminan hacia los tripulantes y se encuentran a unos pasos de la plataforma.

Oreth expande la visión de su ojo interno a lo que ocurre junto a ellos durante el encuentro frente a la nave. Se esfuerza por más de lo que vio durante esos minutos al amanecer; intenta aumentar su campo de visión. No está consciente en el momento, pero a través de ver todo de nuevo en su apartamento, logra discernir que están siendo observados. Siente el fuerte golpe de consciencia al darse cuenta de algo que se mueve a decenas de metros de ellos, en donde comienza la pista de aterrizaje. Un alto edifico de muchas ventanas. Oreth apenas percibe el movimiento fluido de una túnica negra que desaparece detrás de una ventana.

Una figura negra. Perturbación en la fuerza. Su propio sentimiento premonitorio de ser un cordero sacrificado en el altar de la fuerza. ¿Cómo no lo pudo ver en el momento? Y aún así, no está seguro que pudo haber sido diferente si lo hubiese visto. No está seguro que pudo haber cambiado el dolor, pérdida y muerte que les esperaba más tarde ese día.

Sentado en su sillón, junto a la ventana de persianas, Oreth llevó el vaso de líquido cristalino a sus labios. El ojo de su mente se sobrecargó de emoción. La oscuridad comenzó a entrar por las persianas mientras los neones de establecimientos afuera hacían su esfuerzo por iluminar las calles. Dejó el vaso en la mesa junto al sillón y observo sus manos. Una mancha de algo reseco y oscuro cubría parte de su mano derecha. Entro en pánico. Se levantó del sillón casi de inmediato de un salto; corrió hacia el cuarto sanitario y comenzó a lavarse las manos obsesivamente una y otra vez hasta que la sangre desapareció. La sangre en sus manos. Sangre de ella.

Sangre de la mujer.

Observó su propio rostro en el espejo del sanitario. recordó su cuerpo roto, tendido en la cubierta de entrada a la Estación Tansarii, que orbitaba sobre los cielos de Ord Mantell. En el espejo, vio sus propios ojos negros y enormes, llenarse de lágrimas. Él nunca había llorado. Hoy, tenía razón suficiente para comenzar; había sido expulsado de la orden.
Había corrido después de la masacre; después de haber visto a las fuerzas de seguridad de Ord Mantell aproximarse. Había visto también a un enviado del consejo. Demasiado rápido para que Coruscant se hubiese enterado de lo que había sucedido. La decisión había sido sencilla. Huir antes de que le llevaran ante el representante del Consejo, antes de que le quitaran el sable de luz. No entregaría su sable ni entonces, ni ahora. Lo necesitaba.

Viéndose al espejo, lo supo. La lección final. En realidad no había paz; había solamente emoción. En realidad no había conocimiento; en ese momento solo había venganza...
Pero siempre, a su lado, en su interior y creciendo con cada emoción sentida y cada lágrima, estaba La Fuerza.

Con su apartamento al rededor en silencio y oscuridad. Oreth apenas veía su reflejo en el espejo del sanitario. Todo lo que podía ver era el recuerdo de esos ojos violeta al apagarse y morir; las manchas de sangre que escurrían de los múltiples cortes y heridas. Su sangre era roja y oscura, pesada y viscosa. Manchas rojas de ira flotaron frente a sus ojos volviéndose cada vez mas rojas y grandes hasta casi ahogarlo en enojo. Pura ira ciega. Todo había sido culpa de él. él la había matado. Si al menos hubiese sido mejor entrenado en combate, en detección, en uso del poder que la Fuerza le otorgaba. Si al menos el consejo Jedi no lo hubiera mandado a Ord Mantell; ¡Él se los había dicho, se los advirtió! Aún no se sentía capaz cuando le asignaron la misión. Su ira lo consumía como fuego a un bosque; un fuego que él podía utilizar; con ese fuego él corregiría todo. Los buscaría a todos, los cazaría, especialmente al ejecutor; la figura oscura; con un gesto de poder la fuerza estaría con él para destruir al asesino; con él para aplastarlos a todos.

Con cada segundo que lo planeaba le pareció más fácil llevarlo a cabo. La muerte de Daneela lo volvería un poder incomparable en la galaxia. Lo tenía todo e sus manos. Nunca se había sentido tan listo como en ese momento. ¿Por qué su Maestra no le había enseñado este potencial antes? El potencial puro de las emociones. Los Padawan podrían controlarlo, si eran bien guiados. No sucumbirían al lado oscuro mientras sus intenciones fueran nobles. ¿Cual es el pecado en cosechar esta fuente de energía cuando se hace por el bien común, el bien de la Republica? O en nombre de gente noble e importante en la vida? ¿Por qué negar las emociones básicas que son comunes a todas las formas de vida en la galaxia? Si existen es por la Voluntad de la Fuerza, ¿no es eso el fin de todo? Negar las emociones que le dan sentido y consciencia de su propia existencia que definen la realidad de cada ser consciente en la galaxia es negar el alma misma, negar el Poder de la Fuerza, ¿no es eso así?

Tomó un respiro. Exhaló lentamente.

No, tenía que permanecer en calma. Pero estaba perdiendo esa batalla. Tenía que enfocarse, recordar en donde había empezado su camino en la orden Jedi. Dejar ir el resentimiento de lo que no le enseñaron. Tenía que recordar lo que si le enseñaron. Y recordar estar agradecido y humilde con sus Maestros. A fin de cuentas, él nunca debió haber sido Padawan. Él era parte de los AgriCorps, y nunca debió estar en camino a convertirse en caballero. Pero aún así, si hubiera recibido mejores enseñanzas de Alema...

Terminó su ejercicio de respiración y salió del cuarto sanitario. Regresó a su lugar junto a la ventana. La noche ya estaba entrada. Cerró las persianas para bloquear el brillo de los neones y luces de vehículos pasando por las vías aéreas. Terminó su bebida en sorbos calmados. Debía haber algo que él pudiera hacer. Pensó en regresar al puerto espacial en donde de seguro estaría el representante del Consejo Jedi en Ord Mantell, preparando una búsqueda coordinada con las fuerzas de seguridad para encontrar al Jedi “renegado”. Seguramente darían con su apartamento, llegarían con fuerza bruta. Suspiró y observó su vivienda una vez más, ahora sumida en la oscuridad.

El lugar ya había comenzado a gustarle. La vida era más simple antes; antes de que su Maestra lo encontrara y lo sacara de los AgriCorps. Eso había sido en Dantooine.

Dantooine había sido pacífico. Había hecho cosas con significado e impacto en la vida de otras personas. Con facilidad recordó las tranquilas planicies doradas acariciadas por el viento de Dantooine.

Es de mañana en otro mundo. En otro tiempo. Un mundo pacífico. Él es un joven Nautolano, completamente fuera de su ambiente. Él está de pie fuera del enclave Jedi en Dantooine, localizado sobre una colina baja que proporcionaba una vista perfecta de las planicies y granjas del sector agropecuario norte del planeta. El ha estado ahí un año, trabajando en toda granja y cultivo del sector con sus talentos en la Fuerza. Oreth había enfocado su mejor esfuerzo en las plantas, jardines y jardineras que se encontraban dentro del enclave Jedi; permitiendo que hermosas plantas crecieran mucho más de su tamaño regular y pacientemente  un esperando naves de otros sistemas estelares a las cuales les encargaba regularmente semillas e injertos de plantas de todas partes de la galaxia. En verdad, Oreth había logrado que el enclave Jedi adquiriera una belleza de antaño y una paz interior que solo los ambientes de verdor pueden lograr en la mente de un Jedi. El enclave era muy antiguo. Oreth lo podía ver en las piedras. Había sido reconstruido después de siglos de permanecer en desuso tras haber sido destruido en las guerras Sith de antaño. Con su ayuda, el lugar se veía mejor que en sus tiempos de esplendor; cuando era la sede principal del templo Jedi.´

En Dantooine, su trabajo con los AgriCorps comenzó tras no haber sido escogido como Padawan a los quince años de edad. Un talento sensible a la fuerza que no es escogido a esa edad, tiene pocas opciones así, que gracias a su afinidad por plantas y animales, se voluntario a los cuerpos agrícolas de la orden Jedi. Lo habían llevado desde Coruscant bajo la autoridad del Consejo de Reasignación, quienes junto a la Administración Agrícola de la República, habían creado el AgriCorps para dar auxilio y apoyo a planetas cuyas zonas naturales han sido devastadas, o se encuentran pasando por hambrunas y pobreza debido a falta de cultivos.

Dantooine había estado bajo reconstrucción desde los días de las viejas guerras Sith. Y la república había logrado llevar al planeta a un esplendor y fertilidad inimaginables; tanto así, que incluso miembros de alto rango dentro de la Orden Jedi solicitaban de vez en cuando pasar un tiempo con los cuerpos agrícolas en Dantooine para evaluar, aprender y llevar técnicas a otros AgriCorps en otras partes de la galaxia. Por esos días, Oreth había conocido a Alema Mon-Rahs, una humana, Caballero Jedi de la república hecha y derecha. Quien se había voluntariado a pasar un tiempo en Dantooine.

El encuentro con Alema había incitado y causado conmoción en  Oreth a tal punto que no podía hacer más que pensar en cosas que le gustaría preguntar y aprender de esta visitante. La seguía por todo el enclave, queriendo hablar con ella por tanto tiempo como paciencia le tuviera. Habían sido buenos días; hacían tours de las granjas cercanas al enclave; creando nuevas instalaciones agropecuarias para ofrecer trabajo a la población sin empleo; tratando semillas y plantas con la Fuerza, para un mejor y más rápido crecimiento; y al mismo tiempo Oreth taladraba de preguntas a la Caballero Jedi. Alema había respondido con tranquilidad la mayor cantidad de preguntas que Oreth le hacía; que iban desde el tipo de vida que un Caballero Jedi lleva, hasta las técnicas de entrenamiento con diferentes tipos de Padawan jóvenes.; e incluso hubo pláticas acerca de la preocupante situación política en la República con la tensión interplanetaria escalando debido a los nuevos impuestos en rutas comerciales creados por la Federación de Comercio.

Era bien sabido que la Federación había incluso establecido bloqueos comerciales a planetas pacíficos y sin ejércitos. Oreth había aprendido por experiencia que cada vez que el bolsillo de alguien dejaba de engordar, eran los planetas pacíficos los que pagaban el precio bajo alguna excusa legal que quedaba enterrada en burocracia y procedimientos. Pero Alema constantemente tranquilizaba al joven Nautolano con su confianza en los embajadores Jedi que el Canciller Valorum despachaba a diversos planetas a intervenir en estos conflictos comerciales.

Oreth había aprendido mucho en esos días, y eso sólo le hacía querer aprender aún más.

Ahora, es de mañana en ese mundo. Y Oreth ahí de pie frente al enclave Jedi, observa el transporte que se acerca subiendo la colina para llevarlo a las oficinas del Consejo del Cuerpo Agropecuario de Dantooine. Él se siente optimista y tranquilo. Siente la fuerza de su lado; poderosa y serena. El había sido invitado a esas oficinas por alguna razón de importancia, estaba seguro. Y estaba aún más seguro de adivinar esa razón.


El transporte se detiene frente a él. Oreth lo aborda rápidamente y el conductor resume la marcha, hacia el grupo de edificaciones más grande y extenso del sector norte, en donde se encuentran todos los edificios administrativos y gubernamentales de la República. Dantooine no tiene ciudades en sí, sino conjuntos de enclaves y edificios dispersos en los doce sectores principales de la superficie. Mientras el vehículo acelera su vuelo sobre planicies doradas y granjas de olivos, trigo y otros cereales, Oreth recuerda haber explorado cierta u otra parte de la superficie que se desliza del otro lado de la ventana. ÉL se sintió principalmente sorprendido y conmovido por las antiguas ruinas de un Templo Jedi, localizado a unos cientos de metros del enclave; ecos y oleadas de la Fuerza le fueron palpables incluso después de tantas eras que las ruinas habían estado ahí.

Con el antiguo templo en mente, las horas pasan, pero la mañana es aún joven cuando el vehículo se detiene frente al enorme edificio administrativo de la República. Baja del vehículo y se dirige hacia las oficinas de los Maestros de los Cuerpos Agrícolas. Se deleita un poco al ver salir la elegante y esbelta figura de Alema Mon-Rahs, envuelta en su túnica y capucha café característica de la orden. Alema le saluda con un sentimiento pacífico de anticipación y familiaridad. Como si todo ya estuviese ordenado así y ambos supieran la dirección de los eventos de ese día. Con una reverencia, Oreth se disculpa y se aleja de Alema, en dirección de la oficina del Maestro Oficial de los Cuerpos Agrícolas. La puerta se desliza para dejarlo entrar y al hacerlo, la vida de Oreth cambia para siempre.

Dentro de las oficinas hay otros tres caballeros Jedi hablando con el Maestro Oficial. Oreth, desde donde se encuentra de pie, puede ver una pequeña pantalla de computador desplegando su expediente, que contiene toda su información. Desde su nacimiento en Glee Anselm, la muerte de sus padres, los años bajo el mar, alejado de la civilización; el maestro Jedi Rodiano que lo encontró. Todo está ahí. Tantas lágrimas y alegrías en un par de megabytes de información.
Los tres caballeros Jedi presentes parecen saber y entender su pasado y presente. Han llegado a una conclusión, le dicen. Se han enterado de su capacidad, su potencial, le dicen.

Ahora, le dicen, tendrás que ir a Coruscant bajo la tutela de Alema Mon-Rahs. El consejo Jedi ha otorgado un permiso especial, le dicen; serás entrenad como Padawan.
Le dicen que se convertirá en un Jedi, Caballero de la República.

La Galaxia contiene un número inacabable de seres vivientes, planetas, y sectores los cuales no han sido explorados o documentados. Inagotables elementos desconocidos rondan las inmediaciones de la República. Sin embargo, el destino, los hados o la Voluntad de la Fuerza siempre está en movimiento; y las energías que atan las vidas de las personas también atan los nudos de dolor, y sufrimiento. Y los vientos de la Fuerza soplan, llevándose consigo las vidas de seres, familias, planetas enteros para cumplir su voluntad.  La Voluntad de la Fuerza es desconocida, incluso para los más sabios Maestros Jedi.

Un viento así soplaba en el espacio profundo, lejos del centro de la República en las regiones desconocidas. Una nave de corsarios espaciales había, inadvertidamente, hecho contacto con seres conscientes que no habían sido vistos en la República en esta era. Y ahora, esta especie vuelve a tomar parte en eventos que desencadenan de nuevo los vientos del destino. Y las ruedas de la Voluntad de la Fuerza se ponen en movimiento una vez más.

En su apartamento en Ord Mantell, el Jedi sentado organizaba sus pensamientos, calmaba sus emociones, recordaba días mejores en Dantooine. Y su ojo interno le mostró una escena del pasado, un asomo a una parte de la galaxia desconocida para él; en donde una hermosa Nébula de tintes morados servía de fondo para lo que ahí permanecía estático: Un crucero estelar enorme, masivo, brillando bajo la luz de un sol cercano. Su cuerpo de metal blanco y de sorprendente poder parecía completamente estático, amenazante no solo por su mero tamaño sino por sus numerosos emplazamientos de artillería turbo láser.




No hay estación espacial, satélite o ruta comercial en las cercanías de ese sector que pudiese haber detectado su presencia amenazante. Sus corredores interiores eran recubiertos de alfombras rojas y muros de metal azuloso. Los sistemas de soporte de vida funcionaban en perfectas condiciones, manteniendo las temperaturas bajas por toda la nave, temperaturas que la raza de seres que albergaba prefería.

En la cabina del capitán, la decoración es estoica, espartana, pero no privada de algunos lujos de tecnología estratega. Como el recientemente instalado proyector holográfico capaz de mostrar cada sistema estela habitado o deshabitado registrado en las bases de datos de la República. La cabina permanecía oscurecida cuando el proyector se activó. Sólo el brillo de su bella tecnología iluminaba el rostro del hombre que la manipulaba. esta tecnología había sido robada de Coruscant para el capitán del crucero estelar por miembros operativos del cartel de Viggo Alexi: el Sol Negro. El capitán, un hombre alto de piel azulosa, era quien manipulaba el proyector, cambiando y brincando de sistema estelar en sistema estelar a placer. En vez de enfocar un solo sector, el capitán manipuló los controles una vez más y se escogió un planeta en el cual hizo un acercamiento visual casi a nivel de superficie; después de un segundo, presionó de nuevo los controles y la vista cambió a nivel de orbita planetaria, después la vista cambió de nuevo a nivel de sistema planetario, mostrando  varios planetas girando al rededor de dos soles; para casi de inmediato  hacer que la vista se alejara de nuevo y mostrara toda la galaxia, con los planetas considerados dentro de la República marcados en rojo.

El sonido familiar del timbre de su cabina interrumpió la operación del proyector holográfico. La puerta de su cabina se abrió y dejó entrar luz desde el pasillo exterior. El capitán se acercó a una delgada base metálica en el centro de la proyección holográfica y retiró una pequeña esfera de cristal; tras lo cual, la imagen desapareció al instante y las luces de la cabina se restablecieron a su usual tinte azulado. “¿Que pasa?” dijo el capitán al hombre que entró a su cabina, quien también mostraba el mismo tinte azul en su piel y fulgor rojizo en sus ojos sin pupilas. “Señor, es Daneela,” dijo el recién llegado, “Aquí está, y  está lista”.


Un momento después, una chica de unos quince años entró a la cabina y observó el cuarto con atención y familiaridad. El capitán alcanzó a notar un cierto dejo de condescendencia en el rostro de la niña; se aclaró la garganta y se dirigió a ella. “Daneela, entiendo que tu entrenamiento concluyó satisfactoriamente”, dijo el hombre e hizo una pausa, “¿Estás lista para dejarnos?, ¿Estás lista para ir a la República y dejar nuestro pueblo detrás?”

Hubo un silencio breve, tras el cual, la chica se irguió y clavó su mirada en los ojos de resplandor rojizo del capitán del crucero. Nunca bajó la mirada, sus ojos violáceos sin pupilas, un tanto diferentes a los normales en su raza, nunca dejaron de escrutar el rostro azulado del capitán y agregó una sola palabra; “Lista.” El capitán asintió en silencio y abrió un canal de comunicación al puente de la nave. “¿Está todo preparado?” dijo al altavoz; y la respuesta no se dejó esperar, “Si, señor. Ya la están esperando... en el hangar”. El capitán giró su cuerpo hacia la chica y la tomó del brazo para escoltarla fuera de la cabina. “Sabes lo que tiene que pasar ahora”, dijo el hombre, “Y aunque no estaré contigo en los años que vienen, estaré contigo ahora, cuando todo comience.” La chica asintió, y ambos salieron de la cabina.

Con ella del brazo, el capitán recorrió los pasillos de su nave, abordó el turbo elevador que los llevó hasta los niveles  inferiores; y llegaron juntos al hangar principal.
Durante todo el camino hubo solo silencio.

Al entrar al hangar, el capitán, en un movimiento inesperado, giró su cuerpo hacia la chica y la cubrió con ambos brazos. La delicada figura de Daneela se estremeció tan solo un instante bajo el abrazo paternal. “Adiós, hija”, le dijo y acarició su cabello negro, largo y fluido; el tono de su voz no dejó ver ni el más mínimo asomo de emoción. El hombre dio un beso en la frente a la chica, y la soltó.

Sin decir palabra, Daneela caminó hacia el centro del hangar, en donde una docena de soldados, en trajes de batalla completos y armas en las manos, comenzaron a golpearla brutalmente, pero con precisión clínica y ensayada, causando el máximo daño aparente, e intentando alejarse de zonas demasiado dolorosas.

La golpean sin piedad. En el rostro de algunos se alcanza a notar un dejo de simpatía, de pena. Golpe tras golpe, ella lo aguantó. ella nunca habló, gritó. Ella nunca cayó, sino hasta el final, cuando la culata de un rifle Blaster la golpeó justo en medio de sus hermosos ojos violeta. Daneela cayó inconsciente sobre la superficie de metal. Los soldados, con calma, la tomaron entonces de piernas y brazos, y aún inconsciente, la acomodaron dentro de una cápsula de escape. Cerraron la capsula, y el capitán mismo presionó en el tablero de control, la secuencia de lanzamiento que catapultó a su hija a la negrura del espacio, en un sector abandonado. dentro de esa cápsula no había nada que pudiese ser rastreable o que pudiese dar una pista del origen de la capsula misma o de su única tripulante. Ninguna conexión a quién realmente era ella.

“Espero que no la estemos mandando a morir”, dijo uno de los oficiales, de pie junto al capitán, mientras observaban como la capsula se perdía entre las estrellas. El capitán sonrió con una melancolía que su segundo oficial solamente le había visto en el funeral de su esposa. “Oh, lo hemos hecho viejo amigo,” respondió el capitán mientras daba una palmada en el hombro de su segundo oficial, “Eso es exactamente lo que hicimos.”

II
El brillo de la gema había desaparecido tras los edificios de la ciudad capital de Ord Mantell horas atrás. Oreth se levantó de su sillón junto a la ventana. Su vaso estaba vacío. No tenía intención de servir de nuevo. Caminó hacia la puerta con pasos seguros. Tomó su capa Jedi al pasar y la ajustó sobre sus hombros. La usaría con orgullo. No había nada en el apartamento que delatara sus intenciones o paradero o pudiera ser usado en su contra. El no era nadie. Había sido un Jedi. Ser nadie le era más útil por el momento. Sonreía con esa carismática sonrisa Nautolana tan reconocida en la galaxia. Estaba resuelto.
Tomó su arma Blaster DeathHammer 434 de la pequeña mesa de metal junto a la puerta. Lo observó detenidamente. Un Jedi no usa este tipo de armas. "Era de ella", pensó. El arma mortal le había servido bien, salvo en ese ultimo instante, salvo frente al asesino oscuro que la puso de rodillas y le dio muerte. Apretó los dientes para ahogar un grito de dolor y tristeza. Salió del apartamento a las sombras de la noche en Ord Mantell. Al hacerlo, sintió el toque lejano de su Maestra, Alema, sobre su piel. Él nunca dejaría de ser Jedi.
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"No deberías estar en el balcón, Padawan Oreth, sino llevando a cabo los ejercicios que te encargué". Oreth permanece quieto, no necesita volver el rostro para saber que es ella, su presencia es... inconfundible y avasallante, como los océanos de su mundo natal; su voz, fresca y relajante. "Lo siento, Maestra, pero todo esto ha sido tan inesperado. Y además, no me he perdido un atardecer en Coruscant desde el día que llegué." Responde él mientras deja el balcón y entra de nuevo a sus habitaciones. Oreth la observa, apenas visible entre juegos de sombra y luz sobre su piel blanca y su vestimenta Jedi.

La habitación principal de sus aposentos se encuentra vacía salvo por el par se sillones de meditación en el centro del cuarto, viendo hacia el oeste. El atardecer era la hora favorita de ambos para meditar. Ambos habían nacido en mundos de vastos océanos, en los que el sol poniente sobre las aguas producía momentos de tintes rituales; hermosos y melancólicos. Oreth piensa que esa conexión entre ambos es fuerte; la esencia salina de la brisa de los océanos aún flota sobre ellos y entre ellos, uniéndolos. Un abrazo salado.

Ella es de edad más avanzada, bajo los estándares de ambas razas, él lo sabe. Pero aún así, cada lección aprendida, cada duelo practicado con sus sables de luz, cada plática sostenida habían sido para él como nadar en los abismos profundos de Glee Anselm. Oreth da unos pasos más y toma asiento junto a ella, en su propio sillón de meditación; cruza sus piernas y se concentra. Si, ya lo puede sentir. Aquí es cuando él comienza a recibir visiones de la Fuerza. "El futuro siempre está en movimiento, Padawan" dice ella. "¿Y que hay del pasado, Maestra, podemos ver visiones del pasado?" Pregunta Oreth, "Sabia pregunta, Padawan; pues desde el pasado es como mejor puedes planear el futuro, y pocos pueden verlo. Así que escucha... ¡Corre y no busques al asesino en lugares que sabes que no estará! No tienes por qué regresar a la estación Tansarii. Corre, ya vienen por ti!" Ella abre los ojos y le toma el rostro entre sus manos; su grito le punza los oídos, "¡Corre, ahora!"

Parado fuera de su apartamento en Ord Mantell, Oreth comenzó a correr sin mirar atrás justo en el momento en que tres disparos de arma Blaster golpearon la puerta a la altura donde su cabeza hubiera estado hace un segundo. EL no miró hacia atrás para ver el metal gris del marco de su puerta desfigurarse y doblarse bajo las armas de energía. Si no hubiera empezado a correr, estaría muerto. Los Jedi pueden convertirse en torbellinos de velocidad cuando la necesidad lo demanda. El decidió no acelerar el paso sino más que lo necesario; tenía intención de ver a sus perseguidores.

El pasillo por el que corría estaba recubierto en colores rojizos y morados. Los marcos de metal gris en las puertas de entrada a diferentes departamentos no proveerían mucha protección, así que siguió corriendo hasta que la propia curvatura del pasillo lo pusieron a salvo de los disparos. Más delante, Oreth vio un pilar de metal que ofrecía cobertura, y se escondió detrás de él, mientras se esforzaba por atisbar la entrada de su departamento con la esperanza de ver a quien había disparado.

Había tres hombres de pie frente a la entrada de su apartamento. Uno de ellos vestía el uniforme de las fuerzas de seguridad locales. Los otros dos eran seguramente oficiales de seguridad del Senado en Coruscant. Era imposible no observar a ese par de hombres corpulentos y no adivinar su procedencia, sin importar que no estuviesen vestidos con sus armaduras e insignias Senatoriales; Los delataban sus estilos de cabello corto,  y la uniformidad en los colores azules de sus ropas escogidas inconscientemente casi como uniformes. Los hombres hablaban entre ellos. Oreth se encontraba a tal distancia que no los podía escuchar, pero para la Fuerza, no hay distancias, ni secretos; nada fuera del alcance. Se concentró en su energía interior y la Fuerza respondió con una agudización de su oído. Ahora podía escucharlos claramente, estaban hablando de él, obviamente. "...Informen al Jedi que su pupilo no está más en sus apartamentos." Dijo el oficial de seguridad local. "No," respondió uno de los del Senado, "Ella no debe ser notificada, El Concejal Amedda ha mandado un enviado especial. Creo que mandaron a un Maestro." El guardia del Senado sonrió un poco al seguir hablando, "Al parecer el Consejo se ha dado cuenta de algo, entre esos dos, Alema se ha quedado en Coruscant." Los tres hombres intercambiaron miradas de confusión y el oficial de seguridad local entró al apartamento. "A las fuerzas de seguridad de Ord Mantell no le interesan las intrigas palaciegas de los Jedi; mis órdenes son detener a un Jedi renegado que puede poner en peligro la seguridad de la pacífica población civil de Ord Mantell.2 Continuó el oficial. Uno de los guardias del senado contuvo una risa de sarcasmo, "¿Pacífica?, Ord Mantell es tan pacífico como Mos Eisley en un mal día" agregó en voz baja. El otro guardia del senado sonrió ante el comentario.

Oreth ya no necesitaba que la Fuerza le trajera más de sus palabras. Había escuchado suficiente. su Maestra no estaba aquí, ¿A quién habrían mandado y por qué no habría venido Alema? Corrió de nuevo por el pasillo curvado del edificio. Unos diez metros más adelante, encontró una ventana que daba a las calles elevadas y vías aéreas; con el arco de entrada principal al edificio y la calle a nivel de suelo varias decenas de metros más abajo.  Concentrándose en la Fuerza, Oreth tocó suavemente la superficie de la ventana y el vidrio comenzó a resquebrajarse silenciosamente; después de un segundo,  fragmentos de vidrio explotaron y flotaron suavemente frente a Oreth, quien los hizo descender sobre el pasillo alfombrado. Subió al marco de la ventana, el aire nocturno y la turbulencia de cientos de transportes aéreos lo golpearon de pronto, haciendo volar sus túnicas Jedi en todas direcciones. Oreth cerró los ojos, extendió sus brazos y brincó hacia el aire nocturno. mientras caía y Oreth se concentraba para suavizar su descenso, la Fuerza le mostró de nuevo una visión del pasado, eventos que sucedieron esa misma mañana.

Entran a la nave, ambos, ella sigue viva, Daneela. Abordan y caminan por un pasillo iluminado hasta la sala de recepción del transporte. El amanecer en Ord Mantell ya muestra los primeros rayos del sol tras los edificios. Ella sigue viva, y lo seguirá por las siguientes doce horas. Ahora están hablando con el capitán de la nave, "La esposa del funerario"; estos piratas usan los nombres más extraños para sus naves, que terminan convirtiéndose en sus únicas familias, y sus únicas lealtades. Estos corsarios parecían muy orgullosos de su transporte; todo el interior recubierto de metal negro y buen pulido, que reflejaba un sistema de luces de neon blancas.
La sala de estar para pasajeros contenía el familiar sillón en forma de dona con una mesa en el centro que ostentan la mayoría de los modelos YT. En los paneles en las paredes se podían ver, entre los paneles de control y lectura de los instrumentos de la nave,  diversos artefactos para cocinar y de entretenimiento. Ellos toman asiento en el sillón con forma de dona. EL material es cálido y cómodo. "Soy el Capitán Aeric", dice uno de los tripulantes, es humano, muy alto y ostenta orgullosamente una gran barba negra marcada con líneas blancas "Esta  chatarra es mía", continúa mientras da una palmada en la espalda de otro humano, un poco más delgado y bajo que él, "Este Nerf con cara de tonto es Estonium, y no pueden verla, pero en la cabina está Sardis... de Dathomir, ¿saben?" El Capitán Aeric parece esperar una reacción de Oreth o Daneela acerca del planeta natal de su piloto, pero ninguno muestra un solo gesto. Después de una pausa, están hablando del contrato, "El trato con la República es que teníamos que llevar a un Jedi a la estación Tansarii, en órbita, no dos". El capitán hace una pausa y observa a Daneela. "Las condiciones han cambiado, seremos dos pasajeros, el resto continúa igual, subiremos simulando que somos parte de la tripulación." Contesta Oreth, y agrega: "El Consejo sabe que están  transportando algunos contenedores que se tienen que entregar a los Car'das en Tansarii, y están muy preocupados por lo que contienen." Oreth pausa un momento para estudiar la reacción del Capt. Aeric, quien tan sólo se hecha para atrás en su asiento y se pasa la mano por la barba. "Ud. no quisiera que echáramos un vistazo más cercano a esos contenedores, cierto?". "Muy bien ojón, muy bien, dos pasajeros serán. Pero una vez que descarguemos en Tansarii, el trato se acaba, nosotros seguimos por nuestro camino y Uds. permanecen allá arriba, ¿estamos en lo mismo? aunque no tengo idea quien quisiera permanecer más tiempo de polizonte en una estación controlada por los Car'das." Agrega Aeric, con lo que a Oreth le pareció un auténtico tono de preocupación. "¿Están conscientes que meterse con el Sol Negro es una muy rápida manera de morir? Viggo Alexi no tiene paciencia para espías." Daneela se adelanta un poco y clava su mirada sobre el capitán de la nave, "¿parezco alguien a quien le importa lo que pienses, humano?"  Oreth observa a Aeric, cautivado por la chica. Las emociones de Daneela desbordan, ¿por qué no pudo ver o hacer algo al respecto? ¿Que la tenía tan exaltada?


Enfoque, concentración. Aumentar el campo de visión, recrear la escena de manera más lenta. Oreth observa todo dentro de la cabina de la nave. Se da cuenta que entre los ojos de Daneela hay una vieja cicatriz como de n fuerte golpe que en algún momento le pudo haber partido la cabeza. Y ahora, puede ver, en la cornisa de sus labios, un temblor; y en sus ojos un constante movimiento veloz, como viendo hacia abajo de la nave y al rededor de la cabina una y otra vez. "Ella sabe", piensa Oreth, "Ella sabe que alguien la sigue, y parece tener miedo, si algo como eso es posible en ella." Ahora entra en su mente, con la fuerza extrae visiones; Un callejón, una sombra detrás de ella, un bar de mala muerte.

"Esto será rápido", pensó Oreth al aterrizar en la calle decenas de metros abajo de la ventana por la que brincó. La Fuerza estaba con él, alimentando su poder con cada emoción desatada. Si hay emoción, y eso es bueno. "Ahora entiendo Alema, para lo que me preparaste". Alema había dicho que no buscara al asesino oscuro en la estación Tansarii. En aquel momento Oreth no había entendido a que se refería; ahora estaba claro, Alema estaba mandándole pistas desde el pasado. Es por eso que no habría venido, no había necesidad. Todo había sido dicho antes.

Oreth acomodó su túnica, sus ropajes, y comenzó a correr. Se movía por las calles de Ord Mantell, de sombra en sombra; el sabía como enmascarar su presencia tanto a los ojos como a otros sentidos. Sabía como esconderse usando la fuerza. Dobló una esquina; pasó por debajo de un puente, Corrió por una cornisa; atravesó un balcón y subió escaleras. Mientras se movía como un trueno entre las calles y callejuelas, previó lo que se debería hacer. Intentó enfocarse en sus propios movimientos. Cada segundo era vital. Dentro de poco, habría Jedi tras de él y quería evitar una confrontación por el mayor tiempo posible.

Decidió comenzar a buscar en bares y tabernas. Mientras la noche avanzaba, el sentimiento de frustración de no estar obteniendo resultados comenzaba a ganarle cuando entró en el tercer tugurio de la noche. Este lugar era diferente a los otros. De un poco más de "categoría";  Incluso había un detector de armas instalado en la entrada que comenzó a pitar cuando cruzó el umbral; al tiempo que una voz mecánica le llamó la atención desde una pequeña bocina en la pared a su derecha. "Bienvenido a la Perla Blanca, por favor deposite cualquier arma en el compartimento; serán bien cuidadas y se le regresarán al salir." Después de lo cual, un compartimento metálico se abrió en la pared, bajo la bocina. Oreth acomodó el Blaster DeathHammer en el compartimento y recibió una ficha electrónica como comprobante de almacenaje; tras lo cual, la entrada le fue permitida. Bien, su sable de luz no había sido detectado.

Mientras se adentraba en el lugar, obligó a sus sentidos a extenderse, jalando energía de sus emociones, la Fuerza le permitió dejarse ir en la enorme cantidad de emociones, pensamientos y sentimientos en el lugar. Casi en cada mesa había parroquianos, y Oreth podía sentir sus tristezas, alegrías, secretos y celebraciones; engaños y traiciones. Le pareció curios que se tuvieran tantas emociones a flor de piel en un lugar así; regularmente los parroquianos en las tabernas ocultan un poco más sus intenciones y sentirse. Observó al rededor, docenas de seres se movían de un lado a otro en el lugar; la mayor cantidad de seres se concentraban al rededor de una mesa de juego de Sabacc en la parte trasera de la taberna.

El crupier holográfico explicaba las reglas de la casa a cuatro jugadores y cerca de veinte mirones. Oreth se concentró en ese lugar. Él sentía que alguien le observaba desde ahí y quien sea que fuera, proyectaba sorpresa y miedo de verle. Oreth había dado en el clavo, alguien le había reconocido. Sin dejar ver su reconocimiento, el Jedi caminó hasta la barra y ordenó un licor de menta, la bebida favorita de Alema. La bebida le hizo sentir un poco de nostalgia al dar el primer trago. Levantó el vaso y caminó entre las mesas hechas de un material que simulaba madera antigua. Había una banda tocando, su ritmo era cadencioso y alegre. Su mirada se detuvo un momento en un ser de cuatro brazos que tocaba el piano, completamente concentrado en su propio ritmo, con un juego de cuatro ojos escondidos tras gafas oscuras y un cigarro en sus gruesos labios. Oreth sonrió y siguió caminando hacia la mesa de Sabacc.

Al irse acercando al lugar del juego, crecía la sensación de ser observado por alguien sorprendido y asustado, y poco a poco la sensación mutó a agresión; una agresión dirigida a él. Concentró su atención en el crupier holográfico; barrió con la mirada una y otra vez a los mirones y jugadores que prestaban atención a las reglas. No podía ver a nadie que abiertamente le estuviese prestando atención. El odio y agresión que sentía se intensificaba a cada momento.

"Si Oreth, el odio puede ser poderoso, pero así como el odio es fuerte, el amor es igualmente poderoso." Es el amanecer en Coruscant. El sol no es visible en la ventana oeste, donde está el balcón desde el cual observan la puesta de sol cada atardecer. Es curioso como en Coruscant, el sol sale por el este. Están acostados. Es el mismo día en que se volvieron un sólo ser por primera vez. Ella está en cama, junto a él; lleva la parte superior de su torso desnuda, con las sábanas descuidadamente cubriendo su estomago. Su piel desnuda le recuerda las arenas blancas de su mundo en la luz azul de la mañana. Oreth se vuelve hacia ella y acaricia su piel. Ella bebe licor de menta; y está hablando. "Son la misma moneda pesada, el metal del que está hecha es indestructible; una faz de la moneda acaricia y besa; mientras la otra, muerde, ladra y masacra con la misma energía implacable". Ella gira y se sienta en el borde de la cama, toma sus ropas y comienza a colocarse sus vestimentas Jedi.

Su túnica interior se desliza con gracia sobre su piel; seguida de su túnica exterior. Él se levanta con el torso desnudo, mostrando los poderosos músculos y piel verdosa de su raza; con una mano toma la faja que va sobre las túnicas y ayuda a la mujer a posarla alrededor de su cintura. "Pero Maestra...Alema...," dice Oreth, sintiendo un cosquilleo en el estómago al utilizar el primer nombre de su Maestra, "Si son la misma energía, cómo puede el amor vencer al odio?" Ella sonría, "Esa lección está en el futuro, precioso Oreth, ahora, debes concentrarte, esto es importante, es tu vida" Continúa Alema mientras clava con seriedad sus ojos cafés en los enormes ojos negros sin pupila de su aprendiz, "Recuerda este día Oreth, en este día, la vida es bella. Bebe el licor de menta, y busca su color azul. Busca el color azul Oreth, detrás de los rostros cubiertos, sonrisas falsas, busca el color azul de la menta." en ese momento no entiende; de alguna manera intuye que es otra de sus lecciones crípticas y por un momento se siente frustrado, ¿ni aun después de hacer el amor puede dejar de predicar y enseñar? Ella se aleja de él y camina hacia el balcón. "Oreth, morirás bajo el brillo de la gema. Esto lo sabemos, lo saben los maestros que te escogieron para Padawan y lo sé yo. Pero eso no quiere decir que este de acuerdo o lo vaya a permitir. Recuerda el pasado. Así es como el amor triunfa. Ahora, ¡Busca el azul!"

Levantó su vaso de nuevo y observó el color azul del licor. Los jugadores en la mesa de Sabacc gritaron en frustración al terminar la primer partida. Un rodiano borracho había ganado la primera mano. Pero detrás de la mesa de Sabacc, estaba comenzando a ver movimientos extraños, gente siendo empujada de un lado a otro. Después de un momento, entre dos Twi'leks que cayeron tras un empujón, Oreth los vio: un par de ojos azules que le observaban con fiereza. Era un rostro joven, un muchacho que al verse reconocido, comenzó a empujar gente de izquierda y derecha; y en su mano, Oreth vio claramente el brillo metálico de un arma Blaster.

Alguien gritó, la gente comenzó a correr de un lado a otro, "¡Sin Blasters!" gritaron varias meseras al mismo tiempo que el muchacho de ojos azules levantaba el arma; pero la advertencia fue tardía; el disparo del muchacho fue más rápido de lo que Oreth había visto en alguien que no fuese sensible a la fuerza. El chico de los ojos azul como el hielo disparó en un segundo dos letales descargas de energía roja hacia Oreth; pero él estaba listo y esperando. un segundo en la Fuerza es tiempo suficiente. El sable de luz de Oreth se encendió con el familiar zumbido; el bar se inundó en el brillo verde del arma del Jedi y el frenesí de la batalla se reflejó en los ojos del Nautolano.

Oreth bloqueó con facilidad los primeros dos disparos. El joven comenzó a correr mientras disparaba frenéticamente su arma láser. El sable de luz del Jedi se movía a izquierda y derecha en arcos de luz que prevenían que los disparos dieran en el blanco. Oreth intentaba empujar gente de un lado a otro, para sacarlos del camino de los disparos mientras blandía velozmente su sable. El joven continuaba disparando; este hombre era peligroso, rápido y altamente letal. Tendría que eliminarlo rápido o alejarlo de la gente. El chico ajustó su mira y disparó hacia la entrada, ocasionando que un par de torretas de seguridad se activaran y comenzaran a disparar, rociando el lugar de letales descargas de energía roja. Oreth entendió que este chico conocía los secretos de este lugar, y posiblemente de las calles de los alrededores.

Como pudo, Oreth intentó detener la mayoría de los disparos de las torretas, pero algunos parroquianos cayeron muertos con las ropas echando humo al ser impactados por los Blasters. Oreth se concentró en la fuerza; su ira al ver gente inocente caer bajo los disparos de la torre le hizo actuar con una energía de la cual él no se sabía poseedor: con una mano blandiendo su sable de luz y con la otra extendida hacia las torretas, logró que la fuerza colapsara el metal de los cañones de las torretas, que explotaron de inmediato. Sin dar tiempo a su sorpresa por lo que acababa de hacer, Oreth buscó al joven asesino entre la gente que huía despavorida de un lugar a otro.
Oreth giraba y blandía su sable en un torbellino de luz verde. Por el rabo del ojo, Oreth vio al asesino corriendo entre la gente, lo vio tomar a una mujer del cuello y presionar el blaster contra su cabeza. En un mismo movimiento veloz y fluido, Oreth extendió los brazos hacia el asesino, y con una explosión de la Fuerza, observó como el muchacho salía impulsado hacia atrás, aún disparando. Por el recuerdo de Alema y la muerte de Daneela, Oreth había utilizado a la Fuerza como sólo había visto hacerlo a Caballeros Jedi de alto rango. El empuje de la Fuerza había propulsado al joven pistolero con demasiada fuerza hacia atrás; el chico golpeó la pared a su espalda y cayó, inmóvil, al suelo.
"¡No te permito morir!" Pensó Oreth mientras corría hacia el cuerpo inerte del pistolero; su arma aún estaba apretada en su mano derecha. todos los clientes del bar intentaban evacuar el lugar, haciendo una masa de seres apretujados contra la puerta de salida. La voz mecánica del colector de armas de la entrada sonaba "¡Gracias por su visita a la perla blanca, por favor, tome su arma!", una y otra vez. Oreth se detuvo junto al cuerpo del chico a sus pies. Se agachó para tomar el blaster del arma del chico; era una pistola Aratech. Clásico. Lanzó el arma al otro lado del lugar y giró el cuerpo del muchacho hasta dejarlo boca arriba.
En un principio, al ver el rostro del chico, pensó que estaba viendo una visión. Aunque Alema le había enseñado a controlarlas y tenerlas a voluntad, ella repetía constantemente que los ojos pueden jugarnos sucio y traicionarnos y que no debíamos confiar en ellos. Bueno, pues en ese momento, Oreth estaba seguro que no podía confiar en sus ojos. El rostro del muchacho inconsciente mostraba que no tendría más de quince años; y era humano. El niño abrió un poco sus ojos; y lo que Oreth vio eran un par de grandes ojos café. Ojos color café.

El Jedi se levantó de inmediato. "Pero... que... ¿que pasó?" dijo el chico semi consciente en el suelo. Oreth barrió el lugar con la mirada, de izquierda a derecha, intentando ahogar un grito de frustración. Así es pequeño amigo, ¿Que había pasado? ¿Que, en el nombre de la fuerza, estaba pasando? Oreth vio cómo la entrada se liberaba poco a poco. En su mayor parte, los asistentes al lugar eran Twi'leks, Rodianos y humanos. Los compartimentos de armas abiertos dejaban caer decenas de armas blaster al suelo.
Usando la fuerza, Oreth recuperó su propia arma. Algunos de los presentes comenzaban a discutir sobre de quien era cierta arma u otra. La parte trasera del lugar ya estaba vacía. La mesa de Sabacc estaba volteada; el crupier holográfico aún pedía que el siguiente jugador apostara o se retirara. Oreth volvió sus pasos hacia la barra; la barman, una humana entrada en sus cuarenta años, yacía muerta sobre la barra, con un disparo aún humeando en su rostro. Detrás de ella, una puerta daba hacia una cocina. Desde donde él se encontraba, podía ver claramente una puerta de salida trasera con la cerradura quemada y destrozada.  No, no quemada, Oreth se dio cuenta mientras rodeaba la barra y se acercaba hacia la puerta trasera; la cerradura había sido cortada. Por un sable de luz.


III
Lámparas de neon e iluminación pública se iban apagando mientras él corría por las calles bajo las luces. El cielo estaba comenzando a clarear, mostrando el brillo de la gema detrás de los altos edificios de la ciudad. La luz era pálida, enfermiza. El día anterior, en la pista de aterrizaje la luz del amanecer había sido rosada, ahora, todo parecía gris y oscuro. Una oscuridad adecuada al estado actual del alma de Oreth. Corría sin saber exactamente que buscaba. ¿Quien había sido su atacante en el bar?  El muchacho de ojos café que antes habían sido azules había sobrevivido. Pero no podía dar información, parecía como hipnotizado, totalmente inconsciente de lo que había hecho. Oreth había intentado entrar en su mente, sin éxito. Había un poderoso bloqueo en sus recuerdos. Pero una imagen logró pasar a través del bloqueo; La imagen del último piso de un edificio abandonado.
Oreth había salido del bar por la puerta trasera, y desde que pisó las calles de nuevo, comenzó a correr, enfocado en encontrar ese edificio. Ahora, unas horas después de la matanza en el bar, sentía que estaba cerca. Corrió unos metros más por una callejuela entre un par de altos edificios. Al final de la calle, un balcón daba vista a un nivel inferior de calles y plataformas. Frente a él, a través de un pequeño parque, Oreth vio el edificio abandonado que buscaba. Dando un salto impulsado con la energía de La Fuerza, Oreth atravesó la distancia entre el balcón y el parque. Al caer sobre una superficie de hierba, corrió entre árboles hasta el extremo opuesto del parque. Se detuvo en la entrada del edificio abandonado. El joven Jedi sentía oleadas del lado oscuro de La Fuerza emanando desde aquel lugar. Dudó. Alema le había dado algunas lecciones que le podrían servir para enfrentar a algún ser capaz de blandir el lado oscuro, pero no estaba seguro de ser capaz de hacerlo. Entre los Padawan, el rumor, mito y leyenda de los Sith poblaban as fantasías de los jóvenes candidatos, y todos clamaban poder algún día enfrentar a un oscuro guerrero del Sith por honor y gloria. Ahora, tan cerca de las oleadas del lado oscuro, Oreth sintió temor, duda.

Con paso tranquilo, el Jedi regresó al parque que había atravesado momentos antes. Encontró un sitio entre un par de frondosos árboles y se sentó en la hierba, sintiendo de inmediato la frescura del rocío matutino. Se concentró. Aún tenía que traer al presente por completo lo que sucedió un día antes. Obtener más información. Un Jedi no actúa sin conocimiento. El conocimiento debe imperar. Y a través del mejor talento que Alema le había enseñado, el de ver el pasado como presente y obtener información aumentada por su visión, podría comprender mejor a que se enfrentaba.
Cerró los ojos, y se esforzó por ver el despegue de "La Esposa del Enterrador" la nave de Aeric.

El sol brilla. Es de mañana, Las nubes son densas, pero el capitán no está preocupado. Las condiciones son buenas para el vuelo. Y tenía toda la confianza en Sardis, la mujer de Dathomir que piloteaba "La Esposa del Enterrador". Aeric les informa que dejarán la atmósfera pronto. Oreth, desde su asiento en la cabina de pasajeros, observa a Daneela mientras habla con ella. La chica ya estaba menos reacia a creer que no hubo una doble intención de Oreth al acercarse a ella en el bar en que se conocieron; y que en verdad era una coincidencia el que ambos estuviesen buscando a Aeric para contratar sus servicios. Aunque el Jedi no le llamaba coincidencia, sino la Voluntad de la Fuerza.

La nave deja detrás el azul del cielo y se adentra en las estrellas. Poco a poco las nubes desaparecen. Los mecanismos gravitacionales y de soporte de vida entran en función al máximo. Los motores de velocidad sub-luz hacen temblar la estructura de metal de la nave al activarse. Sardis es buena piloto, los pasajeros no sufren incomodidad alguna al dejar la atmósfera detrás. Pasan los momentos frente a él. Momentos en que se observa a si mismo hablando con Daneela; la chica no dice mucho, pero es clara su intención de unirse a Sol Negro. ¿Porque alguien quisiera ser parte de l sindicato criminal más grande de la galaxia? A Oreth no le parece lógico; no detecta maldad o intenciones criminales algunas en Daneela, sino al contrario, un fuerte sentido del deber y honor hacia... ¿su padre?

Daneela se estremece en su asiento. "Jedi, sé lo que estás haciendo, y te quiero fuera de aquí" dice mientras toca su sien. "No es mi intención Daneela". Él sabe que no está siendo totalmente honesta. Incluso ahí sentados mientras "La esposa del enterrador" se abría paso entre el tráfico de órbita para llegar a la estación Tansarii, Oreth podía sentir su decepción, su incontenible derroche de tensión y emoción que llegaban a él como oleadas de una marea potente. Daneela parecía ignorarlo pero en su mente, planes dentro de planes eran urdidos, y Oreth no sólo había notado en ella la presencia de mente suficiente para sentirle dentro, sino que aún con pocas horas de conocerle, le resultaba imposible violar su mundo interno. La chica le inspiraba una ternura y curiosidad que aun no alcanzaba a comprender. Era diferente a lo que sentía por Alema; diferente y similar, fuerte y magnético.

El capitán de la nave le interrumpe con esa risa sardónica que parece perpetua en su rostro de barba hirsuta y sus pasos fuertes sobre la cubierta de metal negro en el interior de su nave. "Prepárense", dice Aeric, "Estación Tansarii está a un par de minutos;" Aeric toma asiento en la cabina de pasajeros, junto a Daneela; "Bien chica, inicia la transferencia de créditos". Daneela parece sorprendida por un segundo. "Una vez que estemos a bordo de la estación espacial, capitán", contesta la chica con el rostro sereno. "No niña, ahora." Contesta Aeric enfatizando sus palabras con un movimiento rápido y fluido en el que desenfunda su arma Blaster. Desde la cabina de pilotaje, tanto Oreth como Daneela observan un rápido movimiento, y en una fracción de segundo, como si siempre hubiese estado ahí, una mujer enfundada en una túnica oscura con la capucha cubriendo su rostro, apunta un rifle Blaster a Daneela. "Sardis está de acuerdo conmigo, en que preferimos la transferencia ahora, nena; ¿cierto, corazón?" Agrega el capitán con una pequeña mirada hacia la mujer, quien parece sonreír desde la oscuridad de su capucha. "Cierto, cariño", contesta la mujer en un tono de voz sereno y susurrante.

Daneela parece balancear sus opciones por un momento, luego lleva sus ojos violetas sin pupilas hacia el rostro de Oreth. "Maestro Jedi, esto es altamente irregular, estos piratas espaciales nos planean lanzar al espacio". Oreth, en calma, siente La Fuerza fluir por todo su cuerpo. "Daneela, calma,  haz la transferencia," dice el Jedi; tras lo cual se levanta hacia el Capitán de la nave, "de hecho, Capitán Aeric, aquí están los créditos prometidos por la orden". Concluye el Jedi al tiempo que manipula los controles en su propia  Datapad. Un segundo después, Daneela hace lo mismo. Aeric enfunda su arma. "Dos minutos", agrega al levantarse del sillón curveado de pasajeros y camina hacia la mujer quien aún porta el rifle Blaster; Aeric da un suave beso debajo de la capucha a su esposa, y ambos vuelven a la cabina de pilotaje.

Faltan dos minutos para estación Tansarii. Dos minutos para que descienda sobre ellos el manto del lado oscuro. Oreth sabía lo que Daneela buscaba entonces. Ella le había hablado acerca de su contacto dentro de Sol Negro a bordo de la estación Tansarii. "Un amigo," había dicho ella, "Me asegura entrada segura a los bajos rangos de la organización bajo su recomendación." A Oreth no le había gustado la idea, pero no había podido disuadir a la chica acerca de su plan de infiltrarse en la organización; y aunque Oreth temiera que el motivo de Daneela fuera alguna especie de venganza, nunca había tenido la oportunidad de averiguarlo; Daneela estaría muerta en dos minutos; pero ahí, sobre la cubierta de la cabina de pasajeros de La esposa del enterrador Oreth solo puede pensar en su propia misión.

El consejo le había instruido establecer contacto con alguno de los representantes del Sol Negro quienes continua y seguramente tenían presencia en la recién construida estación espacial. El lugar se había convertido en punto obligado de referencia para pilotos, caza recompensas, traficantes; y en particular para el Sol Negro con quienes los administradores de la estación, la familia Car'das, a todas luces estaban aliados en un conglomerado de poder en la galaxia, dominando organizaciones criminales y mercados negros de todo tipo al punto de que incluso había rumores de su fuerte influencia en el senado.

El contacto que Oreth debía establecer tendría que ser alguien de alto rango en Sol Negro, con la capacidad de atender y negociar con un embajador Jedi. La orden había estado cada vez más preocupada por los reportes acerca de Jedi desaparecidos, asesinados, capturados y pedidos en rescate; todo gracias a las rumoreadas propiedades de una planta llamada Bota la cual podía infundir ciertas propiedades de sensibilidad y uso de La Fuerza en seres no sensibles a ella. Los reportes recibidos por el Consejo Jedi habían indicado que Sol Negro usaba esta planta para encontrar y dar caza o muerte a Caballeros Jedi que investigaban los asuntos de la nefaria organización.

Oreth había comenzado con el pie derecho sus pesquisas en Ord Mantell, pues al poco tiempo de haber llegado al planeta, se había topado con Daneela en uno de los bares locales, y ambos habían comenzado a fraguar el plan que ahora los tiene a menos de dos minutos de abordar Tansarii. El Jedi está ansioso. No debería estarlo. Debería estar afinando sus  sentidos y extendiendo su alcance a través de la Fuerza, para sentir amenazas cercanas, tanto en tiempo como en distancia. "Es Daneela, su turbulencia emocional y su intoxicante presencia...". Oreth se acomoda de nuevo en el asiento de pasajeros junto a Daneela; ajusta su cinturón al escuchar al capitán Aeric anunciar los protocolos de aterrizaje en la estación espacial. Tenía que concentrarse en como abordaría al representante de Sol Negro; hacerle entender el porqué la organización debe comenzar pláticas para entregar sus almacenes de Bota a la orden; y sobre todo, el porqué debe permitir que la Orden investigue sus propiedades reales y así puedan estar libres de toda sospecha. A ver de Oreth, la propuesta era benéfica para ambas partes.
La cubierta del hangar donde La esposa del enterrador termina su ciclo del aterrizaje, es metal gris, sucio a pesar de su recién construcción. En el hangar asignado a la nave, decenas de contenedores embalados y apilados pegados a las paredes son visibles entre la media luz que producen las lámparas de neón blanco en el techo del lugar. En el centro del hangar, a unos metros más adelante de donde se posa la nave, tres hombres vestidos en overoles grises, portando datapads de registro y con armas blasters a la cintura, esperan a que los tripulantes de la nave desembarquen. Después de unos segundos de silencio; se escucha el familiar siseo producido por el vapor del sistema hidráulico de la plataforma de descenso de la nave. Oreth y Daneela se ponen de pie en la cabina de pasajeros, y se preparan para poner pie sobre la estación.

En la cabina de La esposa del enterrador, Aeric esta sentado junto a Sardis, la mujer de Dathomir que es su esposa y piloto. "Esto no me gusta, Sardis" dice Aeric mientras observa detenidamente la escena en el hangar frente a él desde el visor y ventana frontal de la cabina de pilotaje. "Normalmente estos Car'das son menos confiados y amables. Ya deberíamos tener un puñado de tropas Car'das alrededor de la nave junto a esos oficiales portuarios; es procedimiento estándar en la estación; junto con revisiones minúsculas a cualquier nave o tripulante recién llegado." Sardis vuelve la mirada hacia sus esposo y se echa la capucha hacia atrás, descubriendo su delgado rostro pálido, en el cual patrones lineales tatuados son visibles en tintes rojo y púrpura. "Mira, solo mantén los sensores activos, y el motor de propulsores andando; no quiero sorpresas," Agrega el capitán antes de dar un beso sobre la blanca piel de su mujer y salir de la cabina.

Descienden. El hangar está en silencio. Oreth recorre la plataforma de descenso entre Daneela y Aeric. Los tres visten amplios ponchos sobre sus ropas; idea de Aeric, para cubrir el armamento pesado que el capitán les ha hecho portar antes de bajar. Los tres escuchan sus propias pisadas sobre el metal de la estación espacial; demasiado silencio. ahora Oreth lo puede ver, el silencio y los oficiales portuarios esperando frente a ellos, con las armas Blasters enfundadas. `Oreth puede ver detrás de los oficiales, a unos metros de distancia, cuatro o cinco jóvenes humanos transportando contenedores de un lado a otro entre las sombras del pobremente iluminado hangar; puede ver como uno de los jóvenes vuelve su rostro hacia ellos, y ahora, viendo todo una segunda vez Oreth puede ver los ojos del chico: Unos ojos azules, un azul como el licor de menta que Alema tanto disfruta. Oreth sonríe ante la vanalidad de su propia referencia; observa a Daneela a su lado asentir con la cabeza en dirección del chico de ojos azules. "Ese es Nichols," dice Daneela, "Mi contacto," agrega la chica, justo antes que una lluvia de fuego cayera sobre ellos.

Aeric es rápido, más rápido de lo que Oreth le hubiese dado crédito. Desenfunda desde bajo su poncho justo en el momento en que tanto los cinco muchachos que cargan contenedores al fondo del hangar como los tres oficiales portuarios, levantan sus armas y disparan letales saetas de energía roja sobre ellos. Una decena de impactos de blaster choca sobre, bajo y alrededor de ellos. Algunos de los impactos aciertan sobre el casco de la nave a sus espaldas. Oreth levanta su arma Jedi y brinca frente a Aeric y Daneela, creando un arco danzante de luz verde emitida por su sable de luz que refleja varios de los proyectiles de energía; el Jedi escucha la voz de Daneela, "¡Nichols, en nombre de...!" pero el sonido de los disparos impactando a su alrededor le ensordece. Aeric dispara sus armas frenéticamente mientras grita algo que Oreth no alcanza a distinguir; los tres oficiales portuarios caen muertos; humo sube en espiral desde sus pechos. El hangar completo es un caos de disparos Blaster, luces rojas y la luz verde del sable de luz de Oreth interceptándolas. Daneela desenfunda su pesada arma Blaster DeathHammer y dispara un par de rondas. Tras unos segundos de caos  y muerte, el hangar se oscurece al ser impactado el generador de luces del lugar.

Los disparos de los criminales se acercan a su blanco cada vez más, incluso en la oscuridad. La nave es solo visible en el breve momento de resplandor rojizo de cada disparo al impactar. El sable de luz de Oreth es la única fuente de luz constante del área. El Jedi observa el rostro de Aeric gritando mientras dispara ambas armas con una velocidad aterradora. Se alcanzan a escuchar gritos desde el fondo del hangar. Luego un silencio súbito. Los disparos callan. Aeric grita un momento más y también enmudece, expectante. El único sonido es el zumbido amenazante del sable de luz de Oreth. Tras unos segundos de calma expectante, Oreth primero siente y después observa una escena que jamás espero ver en persona, al menos no tan pronto. La aparición de un segundo sable de luz; súbita y terrible en su innegable realidad, el zumbido que Oreth escucha es más profundo y terrorífico que el de su propio sable, el color que Oreth ve en la oscuridad es el de un sable de luz rojo.

De inmediato, los disparos desde el fondo del hangar se reanudan. El sable de luz rojo cae sobre ellos desde la oscuridad; cae sobre Oreth. El impacto de las dos armas libera una energía más allá del mismo poder de los sables. Oreth siente La Fuerza detrás del impacto; la manifestación clara y pura de una energía fuerte, avasalladora; Siente el lado oscuro mirándolo a los ojos, a centímetros de distancia, desde la oscuridad.

El reflejo de la luz rojiza y verde de los sables de luz cruzados le permiten a Oreth atisbar el rostro de su atacante tan solo por un segundo: Un rostro incomprensible, pupilas amarillas y rojizas; ojos inyectados de sangre, la cornamenta característica de un Zabrak; atisbos de piel negra y roja; atisbos de una boca llena de colmillos. Oreth es impulsado hacia atrás por el impacto del sable rojo sobre el suyo. Intenta equilibrarse y antes de lograrlo, el guerrero oscuro está sobre él de nuevo; golpe tras golpe más veloz y potente que el anterior. El Jedi siente el familiar cosquilleo por todo su cuerpo que le indica cuando una gran concentración de la Fuerza está por ser liberada en un golpe, e inmediatamente levanta su mano izquierda en defensa con uso del total de su energía interior para detener la oleada de poder que seguro lo mataría.

Apenas con tiempo. La mano extendida de Oreth logra amortiguar el impulso que seguramente lo hubiera lanzado de espaldas a su muerte. El nautolano gana estabilidad y comienza a maniobrar su sable en estocadas diestras y poderosas. Todo el entrenamiento de Alema le estaba sirviendo para apenas no ser masacrado bajo las tajadas de el sable rojo frente a él. No termina de dar una segunda maniobra con su sable, cuando el hangar estalla en fuego y sonido atronador. Luego silencio. Oscuridad; el olor familiar del gas Tibanna que alimenta los blasters y flota en el aire tras los disparos.

Oreth extiende sus sentidos con La Fuerza. Pasos, junto a él. Se vuelve, su sable de luz parece más opaco y menos zumbante; como si hubiese ensordecido. ENtre humo y sombras, un rostro familiar, barba hirsuta. "Vamos, Sardis nos ha ganado un par de segundos, pero es todo; aún anda por ahí esa... cosa".

Apoyado en Aeric, Oreth regresa hacia la nave, favorece una pierna lastimada y cojea un poco. Aeric junto a él camina lento, demasiado lento. Tras su tupida barba no hay sonrisa; sus ojos se concentran en la oscuridad, saltando de un lado a otro mientras camina de espaldas a su nave arrastrando un bulto; arrastrando... un cuerpo.

"Daneela..." Oreth intenta ayudar al capitán de "La mujer del enterrador" pero reanudados disparos desde el fondo del hangar le dan oportunidad tan sólo de levantar el sable de luz y cubrir la retirada de Aeric con Daneela ahora en brazos. Un par de pasos cuidadosos aún en guardia lo ponen sobre la plataforma de abordaje de la nave. Aeric ya está abordo. Presiona una combinación de teclas en los controles de la plataforma y al instante esta comienza a cerrar. Un momento antes de cerrar por completo, Oreth atisba entre humo, fuego y negrura, el batir de telas negras en las que se enfunda el mortal guerrero que lo asaltó. Un guerrero no sólo entrenado en técnicas de combate Jedi, sino un poderoso portador de La Fuerza.
De el Lado Oscuro de La Fuerza.

Un escalofrío recorre el cuerpo del Nautolano al ver el sable de luz rojo apagarse y a su portador correr con una velocidad y agilidad sorprendentes aún para un caballero Jedi; El oscuro guerrero se lanza por los aires y se estrella contra el casco de la nave justo cuando la plataforma de abordaje cierra por completo. Oreth corre a la cabina de pilotaje y observa la escena en el hangar desde el visor de platsiacero. El Jedi ve cómo el asesino revierte su salto impulsándose de un costado de la nave y le ve caer de nuevo sobre la plataforma del hangar, completamente ileso y aparentemente relajado; aunque su postura, su andar de un lado a otro con la vista fija en ellos, su posición lista para matar, más bien lo delatan como un tigre que ha perdido a su presa detrás de barrotes que se le hubiesen cerrado en el hocico.

La nave abandona la estación Tansarii con tiempo suficiente; las enormes puertas del hangar se cierran detrás de "La mujer del enterrador" justo cuando su piloto activa los motores sub-luz y acelera vertiginosamente de vuelta hacia el planeta.