CRONICA
Esa noche te
encontré mientras orabas frente a la cruz, estabas de rodillas al pie del altar
en la iglesia de la ciudad; ahí donde acostumbrabas orar a tu dios antes de cada duelo. Terminaste de
orar y te levantaste mientras ajustabas bien tus armas: un par de negros
revólveres silenciosos en el silencio de la iglesia, ellos habían derramado
sangre, no necesitaban hacer ruido. Caminaste por el pasillo central de la
iglesia entre enormes pilares de piedra
negra que se elevaban hasta perderse en la oscuridad donde el eco de tus pasos
también se perdía. De entre las bancas, que los feligreses han desgastado al
punto de madera porosa, surgió la esbelta silueta de la mujer que te había
tenido la compasión e indulgencia suficiente para haber estado junto a ti por
un mes entero, Ana. ¿La recuerdas, pistolero?; Todo un mes. Era sangre
descendiente de Casilda y el rey de amarillo, y tu lo sabías. Estabas tan orgulloso de su permanencia a tu
lado.
Salió de entre las
bancas y te detuvo el paso justo antes de que alcanzaras las grandes puertas de
la iglesia, sus manos aferraron tus brazos, sus ojos te calcinaban las pupilas.
-“Espera, tienes que saber algo…”- alcanzó
ella a decir antes de que la hicieras a un lado de un empujón.
Adivinabas sus
palabras en ese momento, ¿cierto, pistolero? Eran palabras escuchadas tantas
veces; no tardaste en reconocer ese tono de culpa que siempre las había
acompañado, esa tonalidad de suavidad que contrastaba con la dureza del
mensaje: “te abandono”.
Saliste de la
iglesia sin escuchar a la mujer. Saliste a las calles de la gente, a sus
noches, a sus edificios, a sus juegos. Ella salió de tras de ti impulsada por
su orgullo y el dolor que llevaba en el vientre. Ah, ¿no sabías eso, pistolero?
También la impulsaba la necedad de llevar a cabo lo que practicó frente al espejo
todo el día. No la escuchaste, sin volver la mirada, desenfundaste uno de tus
revólveres; pero para mi decepción no jalaste el gatillo, sólo presionaste el
cañón contra su frente, justo entre sus ojos que te veían con la patética
lástima de quien mira a un leproso, su sangre la hacía altanera.
Tus dientes
apretados no dejaron salir ni un suspiro, tu mirada de entendimiento sellaron
los labios de la mujer que estaba a punto de hablar: te hubiera servido más una
bala. Guardaste tu revólver y giraste dándole la espalda a la mujer mientras
avanzabas hacia el centro de la calle.
Caminaste hacia un
grupo de gente que fumaba, esperaba, miraba, esperaba, fumaba. Alrededor de ti,
la ciudad de Carcosa se extendía; los siete edificios a tu alrededor que en
alguna época fueron conocidos como los primeros construidos, eran parte de la
antigua gloria de la ciudad, las ruinas de la era olvidada.
¿Recordaste, al
verlos, tus rimas de infancia?, ¿recordaste el canturreo materno acerca del
benévolo rey constructor de edificios? Vagas sombras esos cantos, de eras
mejores cuando tu raza subía metro a metro, vidrio sobre piedra sobre metal
hasta incluso tocar las lunas. Ahora esas ruinas se burlaban de su propio
pasado, de tu sangre y la sangre de tu mujer; al igual que el fantasma de los
canturreos y cuentos de niños se burlaban esa noche, tu última noche, de ti.
Con cada paso que dabas por la calle, te apropiabas más y más de esas ruinas,
hacías tuyo ese sentimiento de orgullo derruido que te tragabas junto con la
amargura de un amor no remunerado.
Te detuviste a unos
pasos del grupo de gente que esperaba, ellos dejaron de fumar al verte; sus
cigarros vueltos chispas en el
pavimento.
El grupo se hizo a
un lado, le abrieron paso a un delgado y alto hombre, tu lo conocías de otras
noches como esa: Otro asesino. Al verlo no dudaste ni un segundo, sentí tu
tensión como un hilo de metal que se enredó en tu espina dorsal. Yo estaba ahí
contigo como en otras tantas veces del mismo ritual:
Un hombre frente a
ti, salido de la multitud, revólveres a los costados; antes lo habías visto
ganar incontables veces; tu adversario, el único que considerabas como tu
igual. Se separó del grupo, plantó su arte frente al tuyo al centro de la
calle; era un adversario sin rostro, con una posible liberación en sus manos.
El podría haberte curado, él podría haber hecho que todo se detuviera y no
hubiera más dolor. Él fue otra posibilidad fallida.
Otro de los hombres
del grupo, que habían vuelto a encender nuevos cigarros, dio un paso adelante y
gritó el conteo. Desenfundaste con la velocidad que te hace mi mejor emisario,
el mundo es lento para ti en esos momentos.
-Ecos anticipados,
olor a pólvora y sangre por venir-
Ana, la mujer, por
el rabillo de tu ojo… la viste correr y gritar al tiempo que apretabas el
gatillo, sus labios comenzaron a moverse cuando el sonido de tus armas los hizo
callar. Tú sabías lo que ella gritó aunque su voz se hubiera ya perdido en el
olor a pólvora: gritó la frase que te hizo de nuevo un abandonado, que también
te hizo mi prospecto.
Tu rival cayó,
ignoró tu necesidad de ser deshecho por el plomo y murió con la cara hecha una
pulpa de hueso, pelo y sangre con tus balas por ojos.
El humo de las
armas se levantó. Palpaste tu pecho en donde creíste haber sido herido, donde
debería haber un orificio calibre .45. Sentías el dolor, la presencia del plomo
en tu carne, sin embargo, no estabas herido. Volviste la mirada en todas
direcciones buscando a Ana, querías que te dijera de nuevo las mismas líneas,
querías hacerle los mismos reproches y las mismas preguntas que serían
respondidas con las mismas miradas, las mismas palabras, la misma
condescendencia que tantas otras mujeres te habían lanzado incluso minutos
después de haberte entregado su cuerpo, cuando invariablemente se te ocurría la
estúpida idea de decir “te amo”. ¿De verdad creías en la vulnerabilidad después
de un orgasmo?, tu inocencia siempre me intrigó.
Regresaste a la
iglesia, al caminar apretabas tu pecho queriendo exprimirle la vida a tu
corazón, agradecías el no estar muerto. Siempre ignoraste que existen cosas
peores que la muerte. Te refugiaste en aquella construcción a lo divino, lo
arcano, lo que algún día volverá a caminar entre los humanos para traer la
buena nueva; por tanto, no escapaste a mi mirada. Yo soy la buena nueva, y lo
he sido desde que el tiempo es tiempo. Sólo unos días pasaron para poderme
manifestar.
¿No te preguntaste
porqué tu piel comenzó a descomponerse, o por qué tus huesos comenzaron a
decaer? Las fibras que ataban tu cuerpo estaban cansadas.
Yo soy la verdad y la vida, el que crea en mí no
morirá.
No saliste más de
la iglesia, caminabas por sus atrios y pasillos como el último fiel en Carcosa,
pero la fe y fidelidad ya habían abandonado la ciudad, aun cuando la gente se
esforzara por verlas por ahí, entre los laberintos de calles que corren al pie
de los acantilados formados por los edificios.
Encerrado,
intentabas escapar y alejarte de tu propio olor: un olor verde, un aroma de
hongos que chamuscaba tus pulmones y te ataban el estómago en nudos. Rondaste
esa iglesia cansado de subir escaleras rotas que llevan a torres donde la
lluvia se cuela: no cae, se escurre. Subías al campanario de cuando en cuando a
observar atardeceres: patético. Te posabas ahí como gárgola esculpida en piel
fétida. Como centinela que se sabía muerto en vida, un cadáver que tenía que
encontrar su sepulcro.
Así que te
decidiste a hacer lo que yo sabía que harías, conozco la manera pragmática en
que tu mente funcionaba. No había otra opción y te pareció que era lo único que
te faltaba, después de todo, era lógico. Amortajaste tu cuerpo, lo protegiste;
vendaste tus tejidos supurantes, tus órganos expuestos. Una vez escondida tu
decadencia a los ojos de la gente, saliste de nuevo a sus calles, a sus noches.
Rondaste antiguos
panteones, viejos mausoleos; caminaste entre los edificios, a través de patios
y jardines citadinos escondidos entre ellos donde se erigían arcaicas estatuas
de figuras ya olvidadas por los habitantes; vagaste por los distritos más
cercanos al centro, al origen de Carcosa, entraste en sus campos santos en
busca de una cripta que te recibiera. Fue difícil encontrarla, cada lápida en
cada panteón anunciaba ahorcados, plagas, asesinato, tristeza: ninguna decía
“muerto en vida”.
Por fin, poco antes
de la primera claridad del día, encontraste tu lápida sobre un sepulcro abierto
expectante a ser llenado.
¿Qué decía la
piedra?, ¿”Amor”, “romance”, “soledad esperanzada”?
Observaste que la
tierra estaba recién removida y te
arrodillaste frente a aquella boca de lodo y oscuridad. Ahora sonrío al
recordar que trataste de buscar en tu mente alguna de las oraciones que
murmurabas a tu dios antes de cada duelo, alguna plegaria que devotamente
canturreabas cuando niño antes de dormir, después de las rimas y leyendas de tu
orgullosa raza decaída. Así te encontré, hincado y con los ojos llorosos al no
encontrar en ti ninguna de esas plegarias, ninguno de esos recuerdos
atesorados. Me acerqué a ti y puse mi mano en tu hombro, esta mano que ahora
sientes es la mía. Después de tanto observarte y esperar el momento, por fin te
tengo ahora junto a mí.
¿Buscas amor? Yo lo
tengo, por puños. No podría cumplir mi obligación a las fuerzas que me mandan
si no lo tuviera, si no lo conociera, si no
anhelara darlo. Me postro ahora yo frente a ti y clavo mis secos dedos
desprovistos de carne en tu pecho dolorido, los hundo entre tus tejidos
putrefactos y extraigo de esa cavidad, donde debería estar tu corazón latente,
una bala negra. Una bala con inscripciones que yo grabé en el principio de los
tiempos: inscripciones que en el lenguaje de los hombres se entienden como el
signo del amor. Pero los hombres ya hace muchas eras que han olvidado cómo leer
estas inscripciones, estos signos.
Ahora que te tengo,
no haré mi labor en soledad. Ahora tengo tu eterna gratitud y compañía. Naciste
para dar muerte y darte a la muerte. Tu piel caerá, amor, pero está en mí el
poder de hacer que conserves algo de la tibieza de los vivos para abrazarnos
junto al lago de Hali, viendo las torres que antaño habitaba el rey de
amarillo. Traerás algo de esa tibieza a mi ancestral entidad. No creo necesaria
más explicación. Así fue como ha pasado todo y como todo será. Así es como
ahora te digo que te levantes y no intentes orar. Los rezos son para los que ya
no viven en Carcosa, pues han olvidado su nombre. Las plegarias son para
aquellos que sí son escuchados y caminan de día.
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