Monday 17 May 2021

 

CRONICA

 

Esa noche te encontré mientras orabas frente a la cruz, estabas de rodillas al pie del altar en la iglesia de la ciudad; ahí donde acostumbrabas orar a tu dios antes de cada duelo. Terminaste de orar y te levantaste mientras ajustabas bien tus armas: un par de negros revólveres silenciosos en el silencio de la iglesia, ellos habían derramado sangre, no necesitaban hacer ruido. Caminaste por el pasillo central de la iglesia entre  enormes pilares de piedra negra que se elevaban hasta perderse en la oscuridad donde el eco de tus pasos también se perdía. De entre las bancas, que los feligreses han desgastado al punto de madera porosa, surgió la esbelta silueta de la mujer que te había tenido la compasión e indulgencia suficiente para haber estado junto a ti por un mes entero, Ana. ¿La recuerdas, pistolero?; Todo un mes. Era sangre descendiente de Casilda y el rey de amarillo, y tu lo sabías. Estabas tan orgulloso de su permanencia a tu lado.

Salió de entre las bancas y te detuvo el paso justo antes de que alcanzaras las grandes puertas de la iglesia, sus manos aferraron tus brazos, sus ojos te calcinaban las pupilas. -“Espera, tienes que saber algo…”- alcanzó ella a decir antes de que la hicieras a un lado de un empujón.

Adivinabas sus palabras en ese momento, ¿cierto, pistolero? Eran palabras escuchadas tantas veces; no tardaste en reconocer ese tono de culpa que siempre las había acompañado, esa tonalidad de suavidad que contrastaba con la dureza del mensaje: “te abandono”.

Saliste de la iglesia sin escuchar a la mujer. Saliste a las calles de la gente, a sus noches, a sus edificios, a sus juegos. Ella salió de tras de ti impulsada por su orgullo y el dolor que llevaba en el vientre. Ah, ¿no sabías eso, pistolero? También la impulsaba la necedad de llevar a cabo lo que practicó frente al espejo todo el día. No la escuchaste, sin volver la mirada, desenfundaste uno de tus revólveres; pero para mi decepción no jalaste el gatillo, sólo presionaste el cañón contra su frente, justo entre sus ojos que te veían con la patética lástima de quien mira a un leproso, su sangre la hacía altanera.

Tus dientes apretados no dejaron salir ni un suspiro, tu mirada de entendimiento sellaron los labios de la mujer que estaba a punto de hablar: te hubiera servido más una bala. Guardaste tu revólver y giraste dándole la espalda a la mujer mientras avanzabas hacia el centro de la calle.

Caminaste hacia un grupo de gente que fumaba, esperaba, miraba, esperaba, fumaba. Alrededor de ti, la ciudad de Carcosa se extendía; los siete edificios a tu alrededor que en alguna época fueron conocidos como los primeros construidos, eran parte de la antigua gloria de la ciudad, las ruinas de la era olvidada.

¿Recordaste, al verlos, tus rimas de infancia?, ¿recordaste el canturreo materno acerca del benévolo rey constructor de edificios? Vagas sombras esos cantos, de eras mejores cuando tu raza subía metro a metro, vidrio sobre piedra sobre metal hasta incluso tocar las lunas. Ahora esas ruinas se burlaban de su propio pasado, de tu sangre y la sangre de tu mujer; al igual que el fantasma de los canturreos y cuentos de niños se burlaban esa noche, tu última noche, de ti. Con cada paso que dabas por la calle, te apropiabas más y más de esas ruinas, hacías tuyo ese sentimiento de orgullo derruido que te tragabas junto con la amargura de un amor no remunerado.

Te detuviste a unos pasos del grupo de gente que esperaba, ellos dejaron de fumar al verte; sus cigarros vueltos  chispas en el pavimento.

El grupo se hizo a un lado, le abrieron paso a un delgado y alto hombre, tu lo conocías de otras noches como esa: Otro asesino. Al verlo no dudaste ni un segundo, sentí tu tensión como un hilo de metal que se enredó en tu espina dorsal. Yo estaba ahí contigo como en otras tantas veces del mismo ritual:

Un hombre frente a ti, salido de la multitud, revólveres a los costados; antes lo habías visto ganar incontables veces; tu adversario, el único que considerabas como tu igual. Se separó del grupo, plantó su arte frente al tuyo al centro de la calle; era un adversario sin rostro, con una posible liberación en sus manos. El podría haberte curado, él podría haber hecho que todo se detuviera y no hubiera más dolor. Él fue otra posibilidad fallida.

Otro de los hombres del grupo, que habían vuelto a encender nuevos cigarros, dio un paso adelante y gritó el conteo. Desenfundaste con la velocidad que te hace mi mejor emisario, el mundo es lento para ti en esos momentos.

-Ecos anticipados, olor a pólvora y sangre por venir-

Ana, la mujer, por el rabillo de tu ojo… la viste correr y gritar al tiempo que apretabas el gatillo, sus labios comenzaron a moverse cuando el sonido de tus armas los hizo callar. Tú sabías lo que ella gritó aunque su voz se hubiera ya perdido en el olor a pólvora: gritó la frase que te hizo de nuevo un abandonado, que también te hizo mi prospecto.

Tu rival cayó, ignoró tu necesidad de ser deshecho por el plomo y murió con la cara hecha una pulpa de hueso, pelo y sangre con tus balas por ojos.

El humo de las armas se levantó. Palpaste tu pecho en donde creíste haber sido herido, donde debería haber un orificio calibre .45. Sentías el dolor, la presencia del plomo en tu carne, sin embargo, no estabas herido. Volviste la mirada en todas direcciones buscando a Ana, querías que te dijera de nuevo las mismas líneas, querías hacerle los mismos reproches y las mismas preguntas que serían respondidas con las mismas miradas, las mismas palabras, la misma condescendencia que tantas otras mujeres te habían lanzado incluso minutos después de haberte entregado su cuerpo, cuando invariablemente se te ocurría la estúpida idea de decir “te amo”. ¿De verdad creías en la vulnerabilidad después de un orgasmo?, tu inocencia siempre me intrigó.

Regresaste a la iglesia, al caminar apretabas tu pecho queriendo exprimirle la vida a tu corazón, agradecías el no estar muerto. Siempre ignoraste que existen cosas peores que la muerte. Te refugiaste en aquella construcción a lo divino, lo arcano, lo que algún día volverá a caminar entre los humanos para traer la buena nueva; por tanto, no escapaste a mi mirada. Yo soy la buena nueva, y lo he sido desde que el tiempo es tiempo. Sólo unos días pasaron para poderme manifestar.

¿No te preguntaste porqué tu piel comenzó a descomponerse, o por qué tus huesos comenzaron a decaer? Las fibras que ataban tu cuerpo estaban cansadas.

Yo  soy la verdad y la vida, el que crea en mí no morirá.

No saliste más de la iglesia, caminabas por sus atrios y pasillos como el último fiel en Carcosa, pero la fe y fidelidad ya habían abandonado la ciudad, aun cuando la gente se esforzara por verlas por ahí, entre los laberintos de calles que corren al pie de los acantilados formados por los edificios.

Encerrado, intentabas escapar y alejarte de tu propio olor: un olor verde, un aroma de hongos que chamuscaba tus pulmones y te ataban el estómago en nudos. Rondaste esa iglesia cansado de subir escaleras rotas que llevan a torres donde la lluvia se cuela: no cae, se escurre. Subías al campanario de cuando en cuando a observar atardeceres: patético. Te posabas ahí como gárgola esculpida en piel fétida. Como centinela que se sabía muerto en vida, un cadáver que tenía que encontrar su sepulcro.

Así que te decidiste a hacer lo que yo sabía que harías, conozco la manera pragmática en que tu mente funcionaba. No había otra opción y te pareció que era lo único que te faltaba, después de todo, era lógico. Amortajaste tu cuerpo, lo protegiste; vendaste tus tejidos supurantes, tus órganos expuestos. Una vez escondida tu decadencia a los ojos de la gente, saliste de nuevo a sus calles, a sus noches.

Rondaste antiguos panteones, viejos mausoleos; caminaste entre los edificios, a través de patios y jardines citadinos escondidos entre ellos donde se erigían arcaicas estatuas de figuras ya olvidadas por los habitantes; vagaste por los distritos más cercanos al centro, al origen de Carcosa, entraste en sus campos santos en busca de una cripta que te recibiera. Fue difícil encontrarla, cada lápida en cada panteón anunciaba ahorcados, plagas, asesinato, tristeza: ninguna decía “muerto en vida”.

Por fin, poco antes de la primera claridad del día, encontraste tu lápida sobre un sepulcro abierto expectante a ser llenado.

¿Qué decía la piedra?, ¿”Amor”, “romance”, “soledad esperanzada”?

Observaste que la tierra estaba recién removida y  te arrodillaste frente a aquella boca de lodo y oscuridad. Ahora sonrío al recordar que trataste de buscar en tu mente alguna de las oraciones que murmurabas a tu dios antes de cada duelo, alguna plegaria que devotamente canturreabas cuando niño antes de dormir, después de las rimas y leyendas de tu orgullosa raza decaída. Así te encontré, hincado y con los ojos llorosos al no encontrar en ti ninguna de esas plegarias, ninguno de esos recuerdos atesorados. Me acerqué a ti y puse mi mano en tu hombro, esta mano que ahora sientes es la mía. Después de tanto observarte y esperar el momento, por fin te tengo ahora junto a mí.

¿Buscas amor? Yo lo tengo, por puños. No podría cumplir mi obligación a las fuerzas que me mandan si no lo tuviera, si no lo conociera, si no  anhelara darlo. Me postro ahora yo frente a ti y clavo mis secos dedos desprovistos de carne en tu pecho dolorido, los hundo entre tus tejidos putrefactos y extraigo de esa cavidad, donde debería estar tu corazón latente, una bala negra. Una bala con inscripciones que yo grabé en el principio de los tiempos: inscripciones que en el lenguaje de los hombres se entienden como el signo del amor. Pero los hombres ya hace muchas eras que han olvidado cómo leer estas inscripciones, estos signos.

Ahora que te tengo, no haré mi labor en soledad. Ahora tengo tu eterna gratitud y compañía. Naciste para dar muerte y darte a la muerte. Tu piel caerá, amor, pero está en mí el poder de hacer que conserves algo de la tibieza de los vivos para abrazarnos junto al lago de Hali, viendo las torres que antaño habitaba el rey de amarillo. Traerás algo de esa tibieza a mi ancestral entidad. No creo necesaria más explicación. Así fue como ha pasado todo y como todo será. Así es como ahora te digo que te levantes y no intentes orar. Los rezos son para los que ya no viven en Carcosa, pues han olvidado su nombre. Las plegarias son para aquellos que sí son escuchados y caminan de día.

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